La felicidad es muy difícil de definir y admite aproximaciones diversas. Una de las que a mí más me ha gustado es la que pronunció San Juan Pablo II en una de sus enseñanzas sobre el amor humano: la felicidad consiste en radicarse en el Amor. Se entiende que se refiere al amor de Dios.
En efecto, si uno logra echar raíces en Dios, tiene la felicidad asegurada, en el grado en que se puede disfrutar en esta vida, claro. Es lo que les sucedía a Adán y Eva mientras vivían en unión con Dios. Pero, se alejaron de Él… y perdieron ese estado, además de la ausencia de sufrimiento y de cansancio, del perfecto autodominio y de todos los dones de superhéroe que tenían, entre ellos y como más destacado, la inmortalidad.
Uno se puede preguntar por qué gozaban de esos dones. La respuesta ya la he dado: porque estaban ‘radicados en el Amor’.
Cuando un niño de cuatro años va de la mano de sus padres, se siente el más feliz y fuerte del universo, no teme a nada, es capaz de saltar tres metros con el impulso de los brazos paternos, los coches, las motos, los perros, las personas que se cruza por la calle, todo lo que sucede a su alrededor es divertido, atractivo y agradable.
Pero si, de pronto, se separa y se pierde, el mundo se torna hostil, los coches y las motos se transforman en un ejército de monstruos que amenazan con arrollarle, los perros parecen hordas salvajes, incluso las personas se vuelven sospechosas cuando se le acercan.
Pues algo parecido les sucedió a Adán y Eva. Al apartarse de Dios perdieron aquellos dones extraordinarios. Estaban advertidos de que, si sospechaban de Dios, desconfiaban de su amor y se apartaban de él para volverse a sí mismos, si se empeñaban en decidir ellos la verdad del ser humano, morirían.
A mí siempre me había fastidiado este ‘castigo’ de la mortalidad. No podía entenderlo. ¿Por qué no podíamos seguir siendo inmortales? Hasta que un día lo entendí. ¡Qué equivocado estaba! No era un castigo, era… un regalo, un privilegio.
El niño que ha soltado la mano de sus padres, aunque lo haya hecho por despecho porque no le habían comprado el último capricho, pasados unos minutos, lo último que quiere es prolongar esa situación angustiosa, y lo que más ansía es volver a sus padres. Muy crueles serían unos padres que, para castigarle, decidieran alargar su sufrimiento y no ir en su busca durante una semana.
Yo pienso que algo parecido sucedió en el jardín del edén. Desarraigados de Dios, la inmortalidad se haría insoportable. Había que poner coto al sufrimiento, al cansancio, a la envidia, a la soberbia, a la pereza, a la ira… Después de la caída, la mortalidad es el premio y la inmortalidad, el castigo.
Ahora, hay muchos que están tan despistados como lo estaban Adán y Eva y se piensan que la técnica, el conocimiento y la inmortalidad les asemejarán a Dios. Como nuestros primeros padres, ignoran que la divinidad no consiste en no morir nunca, sino en amar siempre. Pero, me temo que estamos aún muy lejos de lograrlo. Más nos valdría olvidarnos por un tiempo de prolongar la vida y destinar todos nuestros esfuerzos y recursos a corregir las injusticias, recogiendo a tantos millones de personas que en el mundo se están quedando atrás y encuentran, algunos, una muerte prematura bajo las balas o la pobreza, y otros, una vida demasiado larga en la soledad o el abandono.
Y, ya luego, cuando hayamos aprendido a amar, entonces podremos concentrarnos en ser inmortales. Solo si logramos radicarnos en el Amor, la prolongación de la vida y la inmortalidad volverán a ser atractivas para todos, y no solo para algunos privilegiados.