De la solidaridad a la fraternidad

Cambiar el mundo

Sin Autor

Por José Fernando Juan
@josefer_juan

Pregunto a mis alumnos qué significa “solidaridad” y responden acomodándose al discurso común, en el que ya no hay rastro ni del derecho romano, ni del sindicato polaco. Para mi sorpresa, el diccionario de la RAE considera, en su primera acepción, que es “una adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros”. Con semejante “resignificación” hacia la voluntariedad se ha perdido prácticamente todo de lo nuclear y de la densidad de esta palabra.

En el mundo antiguo, ser “solidario” era participar activamente de los asuntos que afectan a todos. Una “democracia”, en principio, ciertamente reducida a unos pocos, oligarquizada o aristocratizada; pero en tanto que la “democracia” es intrínsecamente inclusiva, su expansión ha ido históricamente creciendo y aumentando su apertura y participación.

En tanto que persona libre (hombre no esclavo), el ciudadano se debe a la dinámica pública tanto o más que a la privada. Esta situación no es intelectual, informativa o relegable al uso del voto, sino que configura su figura pública. Lo cual deriva, directa o indirectamente, de los lazos y vínculos que toda persona establece con el pueblo o cultura a la que pertenece. De este modo, bajo el principio de solidaridad se exige no mirar para otro lado y asumir el lugar que corresponde, con la responsabilidad que se deriva de esa misma dignidad. No es algo voluntario, ni mucho menos. Bajo la “solidaridad” hay un sello de fraternidad y copertenencia a un destino común.

El segundo aspecto que se ha borrado en la definición, con las famosas “causas” y “agendas” de nuestro tiempo, es la mutua interacción y colaboración. La solidaridad no puede confundirse con la “subsidiariedad” de la DSI. El principio de subsidiariedad establece la ayuda que debe recibir por derecho aquel que por sí mismo no puede lograr una vida en condiciones dignas, para que pueda lograr por sí mismo sostenerse en ella y establecer libre y autónomamente su propia vida. Es una perversión de la modernidad, no solo del capitalismo, aunque sea lo que más nos afecta en Occidente, que a través de la “subsidiariedad” el ciudadano pase a ser dependiente del Estado. Si la “subsidiariedad” no es educativa y formativa, no es liberadora y esclaviza; si no abre nuevas posibilidades, las cierra y paraliza el desarrollo de las personas que reciben ayudas circunscritas a “guetos invisibles” (o muy visibles).

Dicho lo anterior, bajo el principio de solidaridad se establece la necesidad de ayuda mutua, de la reciprocidad, de la implicación de las partes como partes en la dinámica común y política. La solidaridad enfatiza claramente la relación, la bidireccionalidad. No para que el hambriento reciba el alimento que merece o el desnudo obtenga ropas para vestirse, mientras el rico donante y facilitador haga más feliz y plena su conciencia. Esta asimetría condescendiente separa y diferencia a unos y otros, sin tocar un ápice probablemente su dignidad, o menospreciándola incluso. La solidaridad como apoyo mutuo significa entrar a formar parte de un cuerpo en el que todos actúan según su capacidad, todos se vuelven activos antes que pasivos. Porque es la actividad (la acción libre y en relación con otros) aquello que, en verdad, devuelve la dignidad olvidada o perdida, en tanto que personas.

Por eso considero que es un acierto indiscutible de la DSI, viendo lo que está pasando en nuestro tiempo, convertir la solidaridad en fraternidad. Es una palabra más adecuada, más provocadora, más cristiana que refleja con mayor viveza y trasparencia qué ocurre cuando se piensa una sociedad a la luz de la Revelación, de la Palabra. El prójimo (¡incluso el prójimo!) no es todo lo que puedo decir del otro que me es cercano y con quien comparto espacio y vida, tiempo e historia; el otro, prójimo es mi hermano, y es el Padre, y no mi sentimiento, ni mi voluntad, quien pronuncia sobre nosotros la palabra “hijo” que nos conforma en plenitud.

Si has leído hasta aquí, habrás visto y comprendido lo fundamental que es la fe cristiana en los asuntos públicos, en la política y en la sociedad. Sin nombrarla, está presente en todo. Y quizá sea siempre necesario hacerla visible, no más en nuestro tiempo que en otros. ¿Dónde están puestos los corazones de los cristianos en los asuntos públicos? ¿En intereses o en causas, o en el rostro del hermano y en la llamada del Padre?