Si quiero de verdad amar a Dios, lo tendré continuamente presente a lo largo del día; le daré gracias continuamente, le pediré perdón por mis faltas, intentaré desagraviarle por mis pecados haciendo y ofreciéndole algunos sacrificios, algo que me cueste. A esto último se le llama hacer penitencia. Y por supuesto, procuraré visitarle a diario y hacer el esfuerzo por recibirle en la eucaristía procurando y poniendo el máximo empeño para asistir a diario a la Santa Misa. Estaré pendiente de agradarlo en todo y hacer lo que Él me enseña y para ello leeré todos los días el Santo Evangelio y honraré a su Madre María rezando con atención, piedad y devoción el Santo Rosario, pues la misma Virgen lo ha pedido así en muchas ocasiones y la Iglesia lo ha recomendado continuamente.
No será verdad que amo a Dios si no procuro amarlo más y más cada día; si no pongo empeño en que todos mis acciones diarias, todo lo que hago sin excepción alguna en cada momento, sea por amor a Dios. Quien piense que esto es exagerado, es que no ha comprendido aún lo que es ser cristiano y no conoce aún a Dios.
Si el mismo Dios, el Amor Infinito me ha amado hasta el extremo, hasta entregar a su Hijo Único por amor a mí a la muerte en la Cruz, ¿cómo puedo yo pensar que podría amarlo yo de modo exagerado? Pensar que uno se puede «pasar» en amar a Dios es, además de ridículo e imposible, hacerle un agravio al mismo Dios. Recordemos, como ya hemos dicho anteriormente, que la única medida del amor a Dios, es amarlo sin medida.
Cristo ha sufrido las burlas, los golpes, los escupitajos, las bofetadas, los insultos, las calumnias, por ti. Cristo ha sufrido la acusación injusta; han dicho de Él que era un borracho y un comilón, ha sido tratado como un malhechor, acusado de blasfemo, de contrario a la Ley de Moisés, de incitar a la rebelión contra el Cesar. Ha sido llevado preso a la autoridad romana pidiendo que sea crucificado. Ha sido brutalmente azotado con saña y odio. Le han clavado en la cabeza una corona de espinas. Han gritado como posesos que sea crucificado. Han presionado a la autoridad que sabe que es inocente hasta el punto de lograr la injusticia de condenarlo a la muerte. Han cargado sobre sus hombros una pesada cruz que apenas puede llevar y que le hace caer continuamente. Lo han desnudado, se han repartido sus vestidos y han clavado sus manos y sus pies al madero. Y ya elevado sobre la cruz, aún han seguido insultándolo y burlándose de Él.
La sangre, el polvo, el sudor, la piel desgarrada y amoratada, lo ha deformado de tal manera que apenas dejan reconocer en aquella imagen de dolor y sufrimiento a Jesús. Tres largas horas de increíbles y terribles dolores. Tres largas horas de sufrimiento y agonía. Y una vez muerto, la sangre que aún quedaba en el corazón de Cristo salió tras la lanzada con la que el soldado romano traspasó su costado.
Jesús ha dado toda su sangre por ti, hasta la última gota. Jesús no se ha ahorrado ningún dolor ni sufrimiento por ti, por mí, por cada uno. Porque la muerte y la pasión de Cristo no ha sido una entrega «en general» sino una entrega «particular». Cristo nos tenía a cada uno presentes en toda su pasión. Por eso San Pablo puede escribir a los Gálatas: «Me amó, y se entregó a la muerte por mí». Todos, cada uno de nosotros podemos decir en verdad lo mismo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí».
Quien piense que todo esto lo ha pasado el Hijo de Dios, sencillamente para que seamos buenas personas, además de ser un necio, le está haciendo al Señor una cruel burla y un gran desprecio. Con razón podría preguntarnos Jesús a cada uno: —¿En tan poco estimas y valoras mi sangre que piensas que la he derramado tan solo para que seas bueno? Mi sangre ha sido derramada para que seas santo.
Por el valor de mi sangre, la persona más canalla y perdida, la persona más malvada y depravada, el asesino más repugnante o el deshecho humano más podrido, si quiere y acepta mi misericordia puede ser santo. Mi sangre no quiere solo limpiar un poco la suciedad asquerosa del pecado y la injusticia humana dejando al pecador con una apariencia más o menos aceptable. Pensar así, es un insulto a mi sacrificio, a mi pasión por ti. Mi sangre quiere limpiar y purificar al pecador hasta dejarlo resplandeciente, luminoso, con el brillo cegador de la gracia, con la belleza divina del poder de mi sangre. Y eso es la santidad que yo quiero de vosotros. Por eso dije: sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto.
Yo te he llamado para eso, para que seas santo, no para que seas buena persona. Te he llamado para que estés tan unido a mí que quien te vea y te trate pueda descubrirme a mí. Te he dado mi gracia y he encendido con mi sangre en tu vida la luz divina que quiero que lleves al mundo para transformarlo.
¿Cómo puedes pensar que esa luz es algo privado, algo que vives particularmente y nada más? ¿Cómo puedes pensar que esa luz la puedes dejar debajo de la cama y no ponerla en el candelero como les dije a mis discípulos? Pero ¿de verdad te llamas discípulo mío? Te atreves a decir que crees en mí y que me sigues pero que solo aspiras a ser más o menos bueno, a no hacer el mal? ¿Crees que puedes ser mi discípulo y no tener en tu interior el deseo de amarme con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu ser? ¿Crees que me puedes amar así cuando te conformas con ser más o menos bueno, cuando renuncias a ser santo, cuando te conformas con la mediocridad o piensas que puedes amarme demasiado? ¿Eres de los que dicen que hay que ser cristiano pero sin pasarse?
¿Es que acaso alguien se pude pasar en amar a Dios? Los que piensan o actúan así son tibios. Y a los tibios ya les he dicho lo que producen en mí. Está recogido en el libro del Apocalipsis: «Ojalá fueras frío o caliente. Más porque no eres ni frío ni caliente, porque eres tibio, estoy por vomitarte de mi boca».