A propósito de la coronación del Rey Carlos III de Inglaterra, el catedrático de Historia Pablo Pérez ha escrito un artículo en Alfa y Omega que comienza así: «No puedo evitar una sensación de perplejidad cuando escucho hablar del rey de Inglaterra como cabeza de su Iglesia».
A nosotros nos cuesta trabajo entender una alianza del trono y el altar que está completamente fuera de lugar, mejor sería decir fuera de tiempo.
«La cabeza de la Iglesia es Cristo. Está muy claro en san Pablo y su doctrina de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. En todo caso, para un católico, la cabeza visible de la Iglesia es el Papa, el vicario de Cristo», aclara el autor.
A finales del siglo XX el Papa y el Concilio establecieron bien clara la doctrina sobre la libertad religiosa y abandonaron como agotada y en declive la idea de la alianza de trono y altar o sus análogos.
La realidad es que el poder temporal se siente incómodo ante lo espiritual, que no se deja dominar y tiene pretensiones atemporales. Quiere siempre domesticarlo, hacerlo parte de su esfera de control, someterlo. Enrique VIII decidió hacerlo por la fuerza: desafió al Papa y a quienes lo obedecieran y estableció una nueva Iglesia.
Pasado el tiempo se puede observar que la Iglesia anglicana es cada vez menos convincente para sus propios fieles. Las nuevas tradiciones la han conducido a una situación en la que conserva una escasa entidad, pero está rodeada de un ritual grandioso y un patrimonio enorme. Pocos dudan de que la condición de cabeza de la Iglesia de los reyes británicos tiene una fecha de caducidad que no está muy lejana.
Vale la pena pensarlo si se quiere contemplar e intentar comprender esa misteriosa realidad que llamamos la Iglesia de Cristo. Todo lo que no está unido a Cristo es irremediablemente temporal.
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