Cuantos más detalles conocemos de la crucifixión de Jesús en el Gólgota, más se aviva el deseo de corresponderle, ante su amor “hasta el extremo”. A Simón de Cirene le obligaron a llevar la cruz detrás de Jesús, según escribe san Lucas. Sin embargo, para san Mateo y san Marcos: “Y obligaron a uno que pasaba a que llevase su cruz”; pero no parece posible que la llevara él solo.
Es conocido que era viernes el día que le condenaron y ajusticiaron. Aquí se produce el fenómeno inverso con Adán que, según el Génesis, fue creado el penúltimo día, el sexto, ya que el último era el sábado, cuando el Creador descansó. Jesús deshizo el camino del pecado de nuestros primeros padres, reparando al hombre el mismo día en que fue creado. Comenta san Gregorio que un árbol se opuso a otro árbol, y unas manos (las clavadas en la cruz) se opusieron a otras manos pecadoras, que cogieron el fruto prohibido, por debilidad y soberbia ante Dios.
La hora en que Cristo fue crucificado, presenta una aparente contradicción entre los evangelistas. Los expertos se inclinan a que Pilato dictó sentencia condenatoria poco antes de las 12 de la mañana, tal y como apuntan san Juan y san Marcos. Para los romanos la hora tercia abarcaba entre las 9 y 12 de la mañana. Por lo tanto, la crucifixión tuvo que acontecer a la hora sexta, desde las 12 a las 3 de la tarde; más bien a las 3, tal como refiere san Juan.
Así, todos los evangelistas coinciden en que Jesús está clavado en la cruz, a punto de morir, cerca de la hora sexta. La cruz de madera era tosca y no cepillada, igual que la del buen ladrón, Dimas, y la del mal ladrón, Gestas. De ahí que cuando la madre de Constantino, la emperatriz Elena, fue a buscar la cruz de Jesús en el Calvario, no distinguiera a una de las otras, hasta que se obró un milagro; este hecho no está comprobado históricamente.
La cruz, tal y como se representa en la mayoría de las pinturas, debía estar formada por un palo vertical y otro horizontal. Otros opinan que la cruz era un árbol con todas las ramas cortadas menos las dos más verticales, en donde se clavaban por las manos los brazos del ajusticiado. Esta segunda tesis posiblemente constituya un deseo piadoso y alegórico de querer asociar, como canta el himno litúrgico de la Iglesia, la cruz a un árbol: “Cruz fiel, entre todos, el árbol más noble, ningún bosque ha producido otro igual en hojas, flor y fruto”.
El Señor fue atado en la cruz con clavos, tal y como indica uno de los doce apóstoles, Tomás, ante la incredulidad en la resurrección: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, no creeré”. No existe seguridad de si eran tres o cuatro clavos. Uno en cada mano (más bien en sus muñecas) y uno o dos más en cada pie.
En una de las mejores películas, La Pasión del Señor de Mel Gibson, clavan en el suelo a martillazos a Jesús en el madero; después levantan con cuerdas la cruz hasta colocarla en el agujero cavado en la tierra. Pero la forma de crucifixión más acorde con la costumbre romana era levantar la cruz y fijarla en el suelo, y acto seguido subir a Jesús mediante cuerdas para crucificarlo a la vista de todos. Allí, completamente desnudo, estaba de cara al pueblo y dando la espalda a Jerusalén, que no le había creído; la cabeza estaba dirigida hacia Roma, donde iba a estar la Cátedra de Pedro, y, por lo tanto, orientada a España. Curiosamente, en las ciudades de Jerusalén, Roma y Jaén, se conserva una reliquia del Santo Rostro de la Verónica.
Al considerar estos detalles, nuestra alma rompe en propósitos de amor, con un soneto de la mística del siglo de Oro, que se le atribuye a Lope de Vega:
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte
Tú me mueves, Señor. Muéveme al verte
clavado en una cruz y escarnecido
muéveme ver tu cuerpo tan herido
muévenme tus afrentas y tu muerte”.