En esta semana volvemos a celebrar el hecho más trascendental de la historia de la Humanidad. Las ciudades y los pueblos se engalanan con la solemnidad propia para este aniversario histórico, porque “si estos callan gritarán las piedras” (Lc 19,40). El ambiente que envuelve estos misterios sagrados invita a la oración, y nos interpelan sin dejarnos indiferentes, porque al Hijo de Dios da su vida por cada uno. Jesús nos rescata, salva, libera o redime de la mayor esclavitud, la del pecado.
Esto lleva a preguntarnos sobre esta verdad que el hombre moderno pretende desdibujar e incluso olvidar. Así lo expresaba san Juan Pablo II: “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”. Estas elementales nociones de doctrina cristiana, cada vez más ignoradas, resultan imprescindibles para entender estos misterios. Porque afirma el predicador de la Casa Pontificia Raniero Cantalamessa: “Hay un peligro mortal para la Iglesia, y es vivir como si Cristo no existiera”. Algo parecido a festejar una semana santa superficial, centrada en un mero fenómeno cultural o artístico, sin ahondar en las verdades de fe.
El libro del Génesis relata el pecado original de Adán y Eva, al desobedecer a Dios. Pero la realidad actual del pecado en nuestra naturaleza restaurada, pero inclinada al mal, lo seguimos experimentando en las guerras, injusticias, los atentados contra la vida y al imponernos a los demás. Lo que nos deja asombrados, por desproporcionado, es que Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, haya sido elegido por Dios Padre para llevar a cabo esta misión salvadora. Recordamos al recitar el Credo: “Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato”.
En más de una ocasión nos habremos preguntado: ¿no podía el Padre haber concebido un plan para redimir al hombre sin la muerte de su Hijo muy amado?; ¿era necesario que Jesús pagara con el precio de su sangre para alcanzar el hombre el perdón de Dios?; ¿cómo puede sentirse ofendido Dios por un ser tan imperfecto como el hombre? La contestación consiste en que era preciso la muerte de Cristo en la cruz, para restablecer la amistad entre Dios y el hombre. Sin embargo, por qué Jesucristo se convierte en fiador solidario y asume todas nuestras deudas, nuestros pecados, hasta el punto de hacerse hombre para morir por los hombres.
Para entender mejor estos misterios, Luis de Góngora y Argote escribe: “hay distancia más inmensa de Dios a hombre (Encarnación), que de hombre a muerte (Pasión y Muerte de Jesús)”. Ante las consecuencias devastadoras del pecado original, podrían ofrecerse distintas soluciones para la redención. Que el mismo hombre, causante y culpable del pecado, reparara el mal realizado ofreciéndose a Dios. Pero al quedar destrozada la dignidad humana con el pecado original, no representaba una ofrenda grata y aceptable a Dios; su holocausto carecería de valor infinito y alcance universal. Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos (CIC). Así operaría la misericordia divina, pero no su justicia.
Otra solución consistía en que Dios perdonara de forma gratuita el pecado del hombre, sin exigirle reparación alguna. Entonces Dios hubiera ejercido su gran misericordia, pero no su justicia. El remedio más adecuado consistía en que la existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, hace posible su sacrificio redentor por todos (CIC), con una satisfacción justa y misericordiosa. Por eso, Dios se hace hombre, para que como hombre satisficiera el pecado del hombre, y como Dios su reparación tuviera un valor justo e infinito. Ahora se comprende mejor el amor de Jesús “hasta el extremo”, por la tragedia del pecado y sus terribles consecuencias.
La explicación última por la que Cristo muere en la cruz radica en el designio redentor de Dios por el amor al hombre. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
Queremos acompañar hoy de forma especial a nuestra Madre: “La Madre piadosa parada/junto a la Cruz y lloraba/ mientras el Hijo pendía/cuya alma, triste y llorosa/ traspasada y dolorosa/fiero cuchillo tenía (Stabat Mater, versión de Lope de Vega).