Javier Pereda Pereda

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A dos semanas de la Semana Santa se intensifica la preparación para celebrar los misterios centrales de la fe, con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. En la conferencia que el viernes pasado organizó la Cofradía de la Buena Muerte sobre “¿Fue justo el juicio a Jesús?”, en la sala capitular de la Catedral de Jaén y ante el maravilloso retablo de Pedro Machuca, salió a colación uno de los pocos y firmes defensores de Jesús de Nazaret.

Nicodemo (que en griego significa Victoria del Pueblo), era principal entre los judíos, influyente, fariseo, maestro de Israel, rico, uno de los 71 miembros del Sanedrín (Corte Suprema que interpreta y aplica la Torá), doctor de la Ley, que, en búsqueda de la verdad, reconoció a Rabbí como venido de parte de Dios, hasta entablar una amistad con el Maestro. En él podemos vernos reflejados, porque, como representa el pintor estadounidense Henry Ossawa Tanner y explican las Escrituras, era “Aquel que había venido a Jesús de noche”, para mantener diálogos de forma reservada.

Al principio no le confesaba públicamente, ante el temor a ser expulsado de la sinagoga por los fariseos, sin que implicara cobardía de manifestar su fe. Juan el evangelista hace referencia en tres capítulos (tres, siete y diecinueve), sin que los sinópticos le mencionen, de ahí que parezca un personaje de menor relieve. Aparece junto con José de Arimatea, también miembro del senado judío, al solicitar de Pilato el cuerpo de Jesús, desclavarle de la cruz y darle sepultura.

Nicodemo realizó una defensa audaz de Jesús, al recriminar a los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo que se habían reunido en el palacio del sumo sacerdote Caifás, para apoderarse del Señor con engaño y darle muerte. Experto como era de la ley judía censuró ese modo injusto de proceder: “¿Es que nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle oído antes y conocer lo que ha hecho?”. Exigía un juicio con todas las garantías. Pero el Sanedrín, que lo entregó por envidia, como ha escrito Luis de la Palma en “La Pasión del Señor” (Editorial Palabra), le condenó sin pruebas y sin oír al reo: “Primero dictan la sentencia condenatoria y después realizan el proceso”.

Ese libro, no superado en su género, representa una joya inestimable de este jesuita del Siglo de Oro español, a la altura de Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, Fray Luis de Granada, Juan de la Cruz o Teresa de Ávila. Nicodemo defendió ante el Sanedrín de forma valiente a Jesús, porque tenía derecho a un juicio justo, en el que se sustanciaran las acusaciones formuladas de si era Hijo de Dios y el Rey de Israel.

La respuesta fue despectiva: “¿También tú eres de Galilea? Investiga y te darás cuenta de que ningún profeta surge de Galilea”. En el juicio más importante de la Historia, se iba a cometer la mayor injusticia contra el autor de la justicia y la libertad. Y es que como denunció con su voto particular Nicodemo y en expresión de Agustín de Hipona: “Quita el Derecho y, entonces, ¿qué distingue al Gobierno de una banda de ladrones?” (De Civitate Dei). Desde que el prefecto se lavó manos y ordenó ejecutar la sentencia de muerte del Salvador, a instancia del pueblo judío, se disipó cualquier atisbo de respetos humanos y cobardía en Nicodemo.

Entonces, con valentía, se dispuso a dar sepultura al cuerpo de Jesús. La magnanimidad de Nicodemo para ungir el cuerpo sin vida de quien era la Vida, se reflejó en la mixtura de mirra y áloe, de unas cien libras, unos 35 kilogramos.

Nicodemo recordaría que, pese a ser maestro de Israel, desconocía las enseñanzas que le impartía Jesús en sus conversaciones nocturnas: “En verdad te digo que si uno no nace de lo alto (del agua del Bautismo y del Espíritu Santo) no puede ver el Reino de Dios”.

Nicodemo comprendió que, igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debía ser levantado el Hijo del Hombre en la Cruz; escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, en expresión de Pablo de Tarso. Porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).