Bien sabemos que la clave para conocer a una persona y, posteriormente, establecer una relación y mantenerla viva, es la comunicación. Lo mismo ocurre con Dios, hay veces que el demonio nos tienta, nos hace buscar excusas tales como “es que no sé hacer oración”, “es que no tengo tiempo”, “es que no siento nada”, “es que no sé qué decirle”, “es que siempre acabo dándole vueltas a mis problemas”, y una infinidad más de “es que” que nos llevan a abandonar, a dejar enfriar nuestra relación con el Amigo, el Padre, el Maestro. Cuando pasamos por un momento difícil o cuando sentimos una inmensa alegría enseguida corremos a contárselo a nuestros amigos, a nuestra familia, en general, a nuestro entorno; pero, ¿y Dios?, ¿tratamos con Él nuestras emociones con tanto ímpetu como hacemos con el resto de los hermanos?, ¿lo ponemos en primer lugar?, ¿buscamos momentos para estar con Él a solas, en silencio, parando nuestra continua actividad?
Es ahí, en el silencio del corazón, en la intimidad con Dios, en la comunicación con Él, donde podemos encontrar nuestro trampolín para llevar una vida coherente, y prender fuego al mundo entero (Lc 12, 49), lo que Él mismo vino a hacer a la tierra. Debemos encontrar en la oración el momento para impregnarnos del Amor de Dios, el lugar de donde sacar fuerzas a diario para comenzar y finalizar nuestras jornadas; poniendo en sus manos nuestra vida, nuestros anhelos, nuestro cansancio, ya que Él mismo nos lo pide: donde descansar, ya que Él mismo nos invita a hacerlo, «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11, 28), dejándonos abrir a Su Voluntad, como nos invitaba Juan Pablo II a través de aquellas palabras “Orar no significa sólo que podemos decir a Dios todo lo que nos agobia. Orar significa también callar y escuchar lo que Dios nos quiere decir” y, sobre todo, llevándole a nuestros hermanos.
No han sido pocos los santos que a lo largo de la historia han hablado de la importancia de la oración, eligiendo dos grandes santas españolas conocidas por todas, aquí tenemos sus definiciones de oración: “Oración es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con Quien sabemos nos ama.” (Sta. Teresa de Jesús), y «Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría.” (Sta. Teresita del Niño Jesús), esta última es con la que la Iglesia, en el Catecismo de la Iglesia Católica, nos invita a conocer de cerca de Dios.
Las dos santas utilizan en sus definiciones la palabra amor, no en vano, ya que hablar con Dios es amarlo, es poner tu fragilidad, tus miserias, tus alegrías, tus miedos, tus momentos buenos y malos; mediante esa comunicación con Él vamos forjando nuestra personalidad y conociendo su voluntad. También a través de ella podemos pedirle y poner en sus manos nuestras intenciones y las de nuestro entorno, y, por supuesto, darle gracias por tantos bienes que a diario nos da.
Cuando no sintamos nada en la oración, cuando pensemos en desistir, cuando creamos que “nosotros no servimos para eso”, recordemos Quién nos espera, Quién está deseando que nos acerquemos a Él, porque para llegar a ser la luz del mundo que nos pide ser el Evangelio, antes tenemos que ser la lamparilla del sagrario, en silencio, expectante, contemplando de cerca a Dios.