Vivimos en un mundo invadido por la luz artificial. Faros de coches, carteles publicitarios y neones de discotecas son algunos de los muchos invasores de la creación de Dios, en la que cada vez cuesta más disfrutar de un atardecer. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que lo hiciste? Y con disfrutar no me refiero a sentarte frente al sol y estar pendiente de la luz de las notificaciones tu móvil cada vez que llega un WhatsApp. Me refiero a hacer partícipes a tus cinco sentidos de lo que tus ojos ven, desprendido de todo lo superfluo.
Fue hace unos días cuando, contemplando un atardecer, reflexioné sobre la importancia que tiene para nosotros, jóvenes y católicos, la luz de Dios y la falta que hace que esa luz brille en este mundo que nos rodea.
La luz de Dios es nuestro punto de partida, nuestro camino y nuestro destino final. Todo comienzo está marcado por la luz de Dios: Desde la creación de los grandes astros cuando el mundo era un reino de tinieblas hasta la salida de un recién nacido al mundo exterior tras nueve meses en la oscuridad del útero de su madre. Lo mismo ocurre con nuestro comienzo como miembros de la Iglesia. El Bautismo apaga la llama del pecado original y enciende la de Dios en nuestro ser. Da gracias a Dios por tus padres, quienes decidieron encender su luz en tu persona para no caminar nunca a oscuras.
La luz es nuestro camino. De la misma forma que un barco necesita de un faro cuando se encuentra en alta mar, también nosotros necesitamos de ese fulgor de Dios cuando estamos perdidos, cuando sentimos que vamos a la deriva, cuando la opacidad del pecado acecha nuestra serenidad. Y ese fulgor de Dios podemos encontrarlo en forma de consejo, de abrazo, de mano que se tiende para coger la tuya y, cómo no, en la Sagrada Eucaristía. Da gracias a Dios por tus amigos, por tu sacerdote y por todas las cosas mundanas en las que la luz de Dios está presente y que te ayudan a mantenerla encendida en tu corazón.
Para nosotros los cristianos la muerte no es el final del camino. La muerte es el paso de nuestro tren desde el interior del túnel que es esta vida hasta la luz y la plenitud del Cielo. Mantenernos firmes en la fe es mantener siempre fijo, en nuestro corazón y en nuestra mente, el objetivo de alcanzar la luz de la santidad y vivir conforme a los valores que nos llevarán a ella. Cada ayuda que prestes, cada buena acción y cada Eucaristía que ofrezcas por quienes te necesitan será un escalón más que te acercará a la meta: la luz de Dios. Da gracias a Dios por ti mismo, por tu capacidad de determinación de la luz de Dios como objetivo de vida y por cada paso que das y que te acerca a ella.
El mundo y el tiempo no se detienen y cuesta a veces parar y ver en qué punto del camino estamos. La rutina de estudios, exámenes y salidas con amigos crean una vorágine rutinaria en la que nos cuesta encontrar un hueco para Dios. Por eso, ahora que estamos próximos a un tiempo de conversión y reflexión como la Cuaresma, es el momento perfecto para que cada uno de nosotros se haga las preguntas que, por tiempo o pereza, dejamos de hacernos: ¿Es Dios la luz de mi vida?, ¿Me rodeo de personas que me acercan a Dios?, ¿Qué hago yo, como joven y como católico, para mantener viva la llama de Dios?…
A ti, que hoy me estás leyendo y que vives bajo la luz de Dios, continúa siendo ese espejo en el que los demás lo vean a Él. A ti, que hoy me estás leyendo y que te encuentras perdido, espero que estas palabras pongan un poco de luz vida. Y a ti, que hoy me estás leyendo y que hace tiempo apagaste la luz de Dios, acércate a él, deja que su espíritu ilumine tu alma porque donde hay luz, no hay oscuridad. Y donde no hay oscuridad, no existe el miedo.
Curro