Por Jaime Martínez Velasco
Hoy Señor nos dices en el Evangelio que los fariseos te pedían un signo.
Querían ver para creer, en vez de creer para ver. No les bastaba con tu grandeza, sino que querían un milagro, allí, in situ, algo que les permitiese creer sin esfuerzo, a lo película de Spielberg con efectos especiales, como si fueras un mago.
Y la verdad, es que a veces yo también caigo en ello, en pensar que puedo estar bien sin Ti, sin tu ayuda, que todo lo hago por mis propios medios, sin darme cuenta de que eres Tú quien ya está obrando en mí.
Que sin ninguna necesidad de pedírtelo en cada momento, ya estás obrando a través de mí, que mi dureza de corazón en ocasiones no me permite verte, y claro, la venda de mis ojos me pide que hagas un signo claro y evidente de que eres Tú , pero ¿quién me he creído yo para pedir a Dios que haga un signo? ¿Acaso no soy consciente de que ya dio su vida por mí?
Sí, por ti y por mí, con nombres y apellidos.
Porque claro, luego cuando alguien duda de Tu existencia, soy el primero en ponerme la gorra del buen cristiano que te defiende a ultranza y le hace ver a ese que duda de tus grandezas que eres el Rey de Reyes, pero, sin embargo, en un momento de tempestad o de duda, soy el primero que te dice: Señor, si me quieres, hazte presente ahora, mándame una señal.
Que esto no va de ver para creer, sino de creer para ver. Si uno cree, será capaz de ver al Señor en toda su vida ordinaria, pero claro, hay que diferenciar entre la vista y la mirada, entre escuchar y oír de verdad lo que el Señor me dice, entre un trozo de pan y Dios vivo.
Señor, dame una mirada pura, una mirada sincera, que sepa ver con tus ojos, así no me hará falta un signo, así seré consciente de que eres Tú el que hace nuevas todas las cosas.