El que escribe estas líneas tuvo la suerte de acudir a la JMJ de Madrid en el año 2011, una cita inolvidable para la juventud católica de España y de todo el mundo. Unas palabras de Benedicto XVI quedaron marcadas a fuego en mi memoria y desde entonces hasta ahora me he afanado en intentar ponerlas en práctica.
Sus palabras fueron las siguientes:
«Ahora vais a regresar a vuestros lugares de residencia habitual. Vuestros amigos querrán saber qué es lo que ha cambiado en vosotros después de haber estado en esta noble Villa con el Papa y cientos de miles de jóvenes de todo el orbe: ¿Qué vais a decirles? Os invito a que deis un audaz testimonio de vida cristiana ante los demás. Así seréis fermento de nuevos cristianos y haréis que la Iglesia despunte con pujanza en el corazón de muchos.»
Dar un testimonio audaz de vida cristiana ante nuestros amigos, ¡Tremenda invitación! No sólo es una invitación la de dar un testimonio coherente, también es un deber y una responsabilidad que tenemos con la gente que nos rodea. Si nuestra fe es débil y nuestra práctica religiosa tibia, no seremos un buen fermento en la masa y lo más probable es que nuestros amigos no sientan el atractivo de la fe, de ser jóvenes a contracorriente con las ideas claras y la brújula afinada en medio de un mundo cambiante que se rige por la veleta.
Ser amigo de nuestros amigos, quererles, comprenderles, empatizar con ellos… Todo eso son aspectos fundamentales de la práctica diaria de nuestra fe. Una fe vivida sin caridad y cuyo núcleo no sea el amor a Dios y por lo tanto a los demás, es una fe indolente y comodona. Hay que intentar superar los respetos humanos, esa vergüenza que puede entrarnos para hablarle a un amigo de Dios. Si somos coherentes, nuestros amigos sabrán que para nosotros Dios no es un as en la manga que sacamos a relucir a conveniencia, sabrán que siempre tenemos una palabra esperanzadora cuando las cosas van mal, sabrán que somos cautos y humildes cuando todo parece ir de cara, sabrán que en nosotros podrán encontrar un apoyo firme en el que sustentarse ante posibles circunstancias de la vida. Debemos tener afán de servicio, cuanto más les podamos ayudar y menos se note nuestra ayuda, mejor que mejor. Allanar el camino a la fe de nuestros amigos es sin duda, acercarnos un poquito más a la santidad personal.
Debemos ser conscientes del tremendo don que se nos ha concedido de forma gratuita con la fe, también es bueno recordarlo, dar gracias y pedir más. Nuestra fe es como una vela encendida pero, una vela encendida debajo de nuestra cama es totalmente inútil, la vela de nuestra fe debemos llevarla a quien esté necesitado de luz, con naturalidad, sin hacer cosas raras, recordando que ese amigo tuyo que tienes delante y que afirma no creer en nada es tan hijo de Dios como tu, y por lo tanto hermano tuyo. No contemplo hacer un apostolado eficaz sin la naturalidad y espontaneidad de la amistad, ante todo debemos querer a la gente. Sin amor, corremos el riesgo de convertir a las personas en números, en pura estadística y no estaríamos contribuyendo para nada en hacer un bien.
En resumen, querer mucho a nuestros amigos y hablarles de Dios es algo bueno, natural y deseable pero no debemos perder de vista la caridad y la humildad, el trato personal con Dios y por supuesto la libertad que Dios nos ha dado a todos los seres humanos. Si tenemos en cuenta estas cosas y actuamos en consecuencia, seremos con naturalidad y sin vanagloriarnos de ello como faros luminosos que señalan el camino a casa en medio de una tormenta para muchas personas de nuestro alrededor.