Inés de Roma nació hacia el año 290 de nuestra era, en Roma. Era hija de aristócratas latinos pertenecientes a la familia Clodia. Desde una muy tierna edad, la infanta fue educada en la fe cristiana por sus padres, cultivándole la importancia de la oración y de las virtudes, tales como la pureza, el perdón y la paciencia. Gracias a esto, a una muy corta edad decidió consagrar su virginidad a Nuestro Señor.
Cuando cumplió 12 años, la joven Inés comenzó a ser pretendida por diversos miembros de la nobleza romana debido a su gran belleza y a la bondad de su corazón. Muchos jóvenes intentaron cortejarla, pero ella con mucha firmeza y caridad declinaba las ofertas de matrimonio. Un día, el hijo del prefecto de Roma, al ver caminar a Inés por la Vía Sacra, le ofreció lujosos regalos si consentía en casarse con él. Naturalmente, ella declinó la oferta, pero él siguió insistiendo e intentó seducirla; sin embargo, la doncella le replicó: “He sido solicitada por otro Amante. Yo amo a Cristo. Seré la esposa de aquel cuya Madre es Virgen; lo amaré y seguiré siendo casta”.
Enfurecido y desilusionado por ver frustradas sus pretensiones, el joven contó lo sucedido a su padre, el prefecto imperial Sinfronio. En aquel entonces, el emperador Diocleciano había promulgado las severas leyes persecutorias contra los cristianos. Al enterarse de que Inés profesó abiertamente su Fe en Jesucristo, el prefecto la mandó a apresar, y como castigo la hizo alojarse en un prostíbulo. Inés no opuso resistencia, pero una vez que fue llevada a la casa de mala vida, el único hombre que intentó vejarla cayó muerto a sus pies en cuanto la tocó, al mismo tiempo que la joven pedía auxilio a Dios.
Pasaron los días, y como Inés permanecía casta ya que nadie se atrevía siquiera a acercársele, el prefecto decidió sentenciarla a muerte.
Los soldados se la llevaron encadenada hasta el templo de la diosa Vesta, aunque ella permanecía tranquila. Una vez ahí, Sinfronio hizo que la condujesen hacia el altar mayor para que ofreciese un sacrificio a los ídolos romanos, prometiéndole absolverla si hacia esto. Inés se negó rotundamente, haciéndole saber a sus captores que nada la separaría de Nuestro Señor y que Él era el mayor de sus amores; como lo hiciera el apóstol San Pablo, les hizo saber que para ella la vida era Cristo y la muerte una ganancia (Flp 1:21).
La joven fue conducida al atrio del templo de Vesta, donde fue ejecutada frente a su familia y amigos, quienes escondían su Fe por temor a las autoridades. Mientras el verdugo la escoltaba, éste intentaba infundirle miedo a la idea de morir, diciéndole que ya no había nada más allá de la muerte.
Inés, con gran firmeza y tranquilidad simplemente le contestó: “Peor sorpresa te llevarás tú el día de tu muerte y tengas que comparecer ante el tribunal de Dios”. Su ejecutor se llenó de terror; más parecía que lo iban a decapitar a él y no a la doncella. No pudiendo levantar la espada para dar fin a Inés debido a que temblaba del miedo, el verdugo intentó convencerla que abjurase sólo en apariencia para dejarla libre. De inmediato, la mártir le dijo: “Únicamente será mi esposo el que primero me eligió, Jesucristo. ¿Por qué tardas tanto verdugo? Perezca este cuerpo que no quiero sea de ojos que no deseo complacer”. Dicho esto, pálido y horrorizado ante la calma de la joven, el soldado aplicó la pena capital.
Previo a sucumbir ante la espada, con un rostro lleno de calma y confianza en Nuestro Señor, Inés hizo la señal de la Cruz como signo de triunfo. Se estima que tenía entre 13 o 14 años de edad. Sus padres se llevaron sus restos a la Via Nomentana, y desde entonces comenzó a ser venerada entre los cristianos de Roma.
Francisco Draco Lizárraga Hernández