En el año 2005, cuando Benedicto XVI fue elegido papa, escribí un texto (entonces no tenía blog) que nació más de la intuición que de la reflexión y ya casi ni recordaba. De pronto, ayer me vino a la cabeza, lo busqué, lo encontré y, al releerlo para recordar en estos momentos los lejanos días de su elección, tuve la impresión de que el tiempo había confirmado la impresión que entonces tuve. Sí, Benedicto XVI ha sido, más que un papa, una auténtica madre que ha sabido ennoblecer una inteligencia extraordinaria con la bondad, la humildad y la valentía de quien se sabe creado para el amor. Es este:
«Estaba siempre ahí, como las buenas madres. Para la mayoría pasaba desapercibido, porque su única meta era procurar que brillara el padre y, con él, todos sus hijos. No dudó en cargar sobre sus hombros las tareas más ingratas, las menos aparentes, las que no brillan, las que casi nadie aprecia en toda su hondura.
No dudó en cargar sobre sus hombros las tareas más ingratas, las menos aparentes, las que no brillan, las que casi nadie aprecia en toda su hondura.
Como las buenas madres, conservó con esmero la esencia, el estilo y el perfil de su familia sin esperar halagos ni atenciones. Cuando un hijo se rebelaba, él dejaba todo lo demás y acudía sin demora, como hace el pastor con la oveja perdida. Con inmenso cariño, con delicadeza extrema se acercaba, se agachaba hasta ponerse a su altura, le miraba a los ojos con esa mirada transparente y limpia con que sólo las buenas madres saben mirar y, sin alzar la voz, hablaba, dialogaba y, sobre todo, amaba.
Su corazón, sensible como el de las buenas madres, no le permitía siquiera embravecerse y, con serena ternura, soportaba los desplantes de los hijos adolescentes que querían, y aún quieren, ensueños sin compromiso, libertad sin verdad. Y él les mostraba una y otra vez, hasta setenta veces siete, la verdad que les haría felices: cómo el hombre es hombre y Dios es Dios, y cómo se traiciona el hombre a sí mismo cuando se empeña en jugar a ser Dios.
Y mientras él, como las buenas madres, ordenaba y limpiaba una y otra vez el hogar de todos para hacernos plácida la estancia, mientras sanaba a los heridos y defendía la fortaleza para que pudiéramos descansar en ella sin temor, nosotros, la mayoría de los hijos, confiados en que todo funcionaba, no reparábamos en él y seguíamos, absortos, los deslumbrantes pasos de un padre excepcional, que llenaba el mundo entero con su presencia inabarcable y lanzaba al universo nuestra estirpe.
Como las buenas madres, no reclamaba, ni siquiera soñaba con nuestra admiración
Y él, como las buenas madres, se gozaba en ver cómo nos arrobábamos despreocupadamente una y otra vez ante un padre tan activo, tan bueno, tan cercano, tan… nuestro. Y, como las buenas madres, no reclamaba, ni siquiera soñaba con nuestra admiración. Le bastaba saber que su entrega diaria era, en verdad, nuestro cimiento y el sostén principal en que el padre viajero se apoyaba y descansaba.
Como las buenas madres, se gastaba enteramente, día a día, hora a hora y minuto a minuto…, siempre había un hijo que socorrer, una oveja que rescatar; y cuando ya en su día anochecía y acariciaba el ansiado momento de entregarse a la serena paz de una ancianidad sabia y sosegada, los hijos mayores sintieron desamparo.
Y, como las buenas madres, les miró con esos ojos limpios, de transparente nobleza, y comprendió que, tras la marcha del padre viajero, tras su viaje eterno, no podía abandonarles: sólo él podía colmar el abisal vacío que la muerte había dejado, sólo él podía aliviar el terrible desgarro.
Como las buenas madres, miró a lo alto, a lo más Alto y supo que era Dios quien le llamaba, quien ahora pedía sus espaldas para hacerse en ellas de nuevo vulnerable; y él, aún sabiéndose siervo del siervo de los siervos, se expuso al balcón y a las miradas, y mostró su humildad encaramada. Sintió, como las buenas madres, el gozo y la emoción de tantos hijos que aclamaban; pero, como las buenas madres, también sintió, y aún más profundo, el dolor de las espadas más amadas que desde lejos herían sus entrañas.
Y ahora nosotros, aquellos que casi le ignoramos cuando limpiaba y sanaba y defendía, como los buenos hijos, sin apenas advertirlo, nos hemos sentido cautivados por un rostro amable y próximo que no habíamos podido siquiera imaginar, por un rostro de padre que antes ha sabido ser madre, hijo y hermano a nuestro lado; y, también como los buenos hijos, sentimos el peso enorme de una deuda de gratitud inagotable y no podemos menos que seguir el impulso filial que nos empuja de manera irremisible a decir a voz en grito: ¡tenemos padre!, ¡habemus papam!…, y a poner en juego cuanto de él hemos recibido para que pueda apoyarse en nuestra débil muleta y restañar en algo las heridas recibidas estos días de sus hijos más rebeldes, de aquellos que siempre vuelven al hogar cuando anochece».
Ojalá que, en este año 2023, Benedicto XVI nos inspire desde su nueva Estancia para encontrar la Verdad que él tanto buscó y amó, la única que puede conducirnos a la auténtica paz.
¡Muy feliz año a todos!