Por Francisco Javier Domínguez
El diario El Mundo, en el suplemento “Yo Dona”, publica un artículo referido al descenso alarmante de la nupcialidad en España. Entre las causas que apunta su autora, Silvia Nieto, aparece destacada la ausencia de deseo de compromiso con alguien diferente a uno mismo, acompañada de la subida del precio de la vivienda o los costes que acarrea una boda.
En honor a la verdad, y aunque sea muy triste afirmarlo, las causas de ese descenso, enumeradas en este artículo, son reales por una razón evidente: se ha abandonado por completo la sobrenaturalidad del sacramento. Prima, por encima de todo, el utilitarismo y la inmediatez propios de nuestro tiempo.
No daremos una solución mágica al entuerto nupcial, ni una receta que convierta en ideal el contexto, pero trataremos de reflexionar de forma crítica y sensata sobre el matrimonio, el amor y el compromiso.
Simplificando y sin que resulte muy científico, podemos decir que el problema principal son los huevos. Se ha hecho viral el último lanzamiento de Mercadona: huevos fritos envasados. Con esto, podríamos cerrar el artículo y pasar al siguiente tema.
Pero vamos a profundizar: una sociedad en la que todo discurre a la velocidad de la luz, en la que, hasta el plato más básico se precocina, aún pudiendo ser preparado por los más ineptos frente a los fogones, no puede acogerse a ningún tipo de compromiso.
Recuerdo una conferencia dirigida a familias, de una reputada sexóloga, en la que mostraba su sorpresa por la proliferación de invitaciones a retos y desafíos, en programas de televisión, eventos deportivos y espectáculos varios. Con sorna e ironía, apuntaba que ella no estaba preparada para correr una maratón o ascender ochomiles, pero proponía abiertamente a todos aquellos que pudieran estar interesados en “superar sus límites”, que, si de verdad, querían un reto mayúsculo y duradero, fueran capaces de amar y formar una familia.
¡Ay, el amor! Un sustantivo tan empleado como carente de significado, por la constante manipulación del mismo. Tantas acepciones y excepciones, han convertido lo más fértil en yermo. En el encuentro con los jóvenes en Manila, en el año 2015, afirmaba el Papa Francisco “el verdadero amor te lleva a quemar la vida, aún a riesgo de quedarte con las manos vacías”.
De los fecundos vergeles del paraíso, pasamos a la lóbrega mazmorra de nuestro “yo”: “primero, yo; después, yo y, por último, yo”. La tan consabida máxima, que muchos padres y madres repetían para concienciar a sus hijos de la maldad del egoísmo, se ha convertido en un mantra. Y cuando “yo” estoy por delante, que se quite lo demás.
Sin entrar en estériles discusiones sobre este hecho, bien cierto es, que cuando el egoísmo hace acto de presencia, todo se resiente, sea el ámbito que sea. Y al final, uno no es capaz de entregarse al otro, porque siempre encontrará argumentos que se lo impidan, desde abogar por una convivencia o coexistencia pacífica en una relación, sin más compromiso que ese a pensar que, de mis acciones, no se deriva consecuencia alguna en la sociedad. “¿A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga? Yo soy así, así seguiré, nunca cambiaré.” cantaba Fangoria en el lejano siglo XX.
No hace muchos años, cuando se quedaba con alguien por cualquier circunstancia, se fijaba una hora y un lugar, y se aparecía sin más. Actualmente, cuando se hacen planes, incluso lúdicos, resuena la introducción mágica “en principio, cuenta conmigo”. ¿Cómo que “en principio”? ¿Cómo pretendemos comprometernos si no somos capaces de confirmar nuestra asistencia a un partido de padel, unas cervezas en el bar o una película en el cine?
Escribía Chesterton en su artículo “Matrimonio moderno”, “se me ha pedido que escriba algo sobre el matrimonio y el pensamiento moderno. Tal vez fuera más apropiado escribir sobre el matrimonio y la ausencia moderna de pensamiento.”
William Wallace