Recorriendo las laberínticas calles romanas me topé con un par de chicas que, con cuidado esmero, fotografiaban una pared donde había una frase escrita. Aquella escena algo peculiar me hizo reflexionar sobre
qué es la belleza y cómo se la puede admirar.
En su novela El idiota, Fiódor Dostoyevski afirma categóricamente que «la belleza salvará al mundo» y, acto seguido, uno se pregunta de qué belleza se trata. Me atrevo a afirmar que hoy en día la belleza brilla por su ausencia, salvo en contadas excepciones. Los antiguos entendieron que guardaban en su interior un profundo anhelo de belleza y que debían saciarlo. Visto lo visto, no sé si actualmente se tiene la misma percepción.
A la velocidad vertiginosa que se mueve la vida (y nosotros con ella), se nos ha escapado la capacidad de asombro, condición forzosa para admirar la belleza. Si uno no se asombra ante Sant’ Agnese in agone, por ejemplo, poca belleza encontrará en ella.
Continuaba divagando y llegué a la conclusión (dejo que sea perfectamente errónea) de que se requiere una educación previa para adivinar la belleza. Déjeme explicárselo: si uno desconoce las virtudes y afectos; si ante todo prima el bienestar y la comodidad propia, será una apurada tarea deleitarse en la belleza que encierra su amor platónico. Si uno escucha Bernini y Borromini y lo primero que ronda la cabeza es que pertenecen a la selección italiana, será difícil asombrarse ante cómo, sirviéndose del odio acérrimo que se profesaban, pudieron crear algo tan preciado como La fuente de los cuatros ríos y la iglesia de Sant’ Agnese in agone.
¡Qué complicado es valorar lo que se ignora!
Andamos desquiciados fotografiando atardeceres, fachadas renacentistas o barrocas, cuadros de pintores pretéritos y se nos olvida previamente educar la vista a ellos. Que no, que es imposible admirar un Velázquez con la misma mirada que se lee una sentencia, que no se admira una obra de Chopin como se está escuchando en la televisión y de ahí no me bajan. Aquellos cuadros, monumentos y paisajes requieren de tiempo para descubrir lo que esconden y, ay, cuánto se aprende cuándo uno sabe qué ver y dónde.
Nos tomamos la molestia de complicarnos la vida más y más, en buscar cómo saciar ese anhelo inscrito que todos compartimos y dicha velocidad no hace más que alejarnos de nuestra meta. No sabemos dónde buscar.
Me aventuro a exponer que una característica inapelable es la sencillez. Si somos incapaces de valorar la belleza que encierra un paseo sin rumbo junto a nuestra novia, una tarde con tus amigos, las vacaciones con tu familia, el silencio, el campo… Podemos dejar paso a lo grotesco, a lo soez, a lo vulgar y a un sinfín de adjetivos nada agradables.
En esta sociedad posmoderna que nos ha tocado vivir, entendemos la belleza como un qué, algo que es perecedero, democrático y que individualmente se halla; pero Cervantes, Calderón de la Barca, Petrarca, Lope, Miguel Ángel, Bernini, Borromini, Góngora, Tomás Luis de Victoria, Dante, Quevedo y prolífico etcétera la entendieron (y La buscaron) como un Quién, semejante a ellos mas no de este mundo, algo que no es elegido.