En una carta a su familia fechada el 14 de julio de 1929 en Nueva York, Federico García Lorca escribe: “La solemnidad en lo religioso es cordialidad, porque es una prueba viva, para los sentidos, de la inmediata presencia de Dios. Es como decir: Dios está con nosotros, démosle culto y adoración (…) Son las formas exquisitas, la hidalguía con Dios”.
No sé lo que tenía Federico en su corazón y en su cabeza al escribir estas palabras. Sí puedo sugerir que son una manifestación de su alma de poeta y de su saber apreciar la belleza de un encuentro con Dios vivo; y lo hago, porque antes de esas líneas, escribió: “Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España”.
En su reciente Carta Apostólica “Desiderio Desideravi”, en el apartado La Liturgia: lugar del encuentro con Cristo el papa Francisco escribe:
“Aquí está toda la poderosa belleza de la Liturgia (…) La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos” (nn, 10-11).
“Un encuentro vivo con Cristo”.
Y si en todos los Sacramentos Jesucristo está presente y actúa, de manera muy particular, sacramentalmente, lo hace en la santa Misa:
“Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención. (…) Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano (…) En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece fortalecida por la Confirmación” (Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, nn. 86 y 87).
Estos textos referentes a la belleza de la Liturgia expresada en la celebración de la Santa Misa, se me vinieron a la memoria la tarde del domingo. Después de atender a una persona enferma, me acerqué a una iglesia a acompañar un rato al Señor. Faltaba un cuarto de hora para la celebración de la Misa, a las 8.00 de la tarde. Comenzaron a llegar feligreses, en silencio y un cierto recogimiento. Un número elevado de los hombres vestía pantalón corto, y un número más reducido de mujeres también.
¿Se habrían presentado con esa vestimenta en la fiesta de alguna familia amiga? ¿Y a una reunión con sus jefes en el área de su trabajo profesional? ¿Hubieran ido con esas prendas a recibir un premio por alguna actuación profesional, por algún libro publicado, etc.?
En la puerta de entrada a la iglesia no había ningún de esos carteles– que seguramente todos los lectores recordarán- que prohibían la entrada en el templo vestidos de esa manera. Quizá los sacerdotes no habrían dicho nada al verlos en otras ocasiones acercarse así a recibir a Jesucristo en la Comunión.
Un buen número de esos hombres y mujeres se acercaron al altar a recibir la Comunión. Apenas terminada la Misa, la iglesia se vació. ¿Serían conscientes los feligreses de haberse encontrado con Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre; y de haber vivido con Él, por Él y en Él, el Sacrificio Redentor que hace posible que, arrepentidos, podamos recibir el perdón de nuestros pecados que vivimos en el sacramento de la Reconciliación?