Dicen que descansar no es no hacer nada si no cambiar de actividad. Tendrán razón, no lo niego, pero a mí lo del activismo que les entra a algunos en cuanto llegan los días libres no lo entiendo.
A mí, en vacaciones, me gusta la calma, la horizontal, leer, escribir, siestear, beber en buena compañía y con moderación (que todo hay que aclararlo) y rezar con paz. Cuando era más joven, me gustaba mucho salir con amigos y bailar hasta que amanecía. Pero me hago mayor y ya no salgo a bailar (también es cierto que a mi marido no le gusta salir por la noche. ¡Menos mal!)
Recuerdo los veranos de mi infancia con verdadero cariño. Lo pasábamos genial y no hacíamos casi nada. No viajábamos, ni hacíamos grandes escapadas con amigos. Simplemente, disfrutábamos de la paz de la montaña.
Mis padres se habían hecho una casa en un pueblo de la sierra catalana y «subíamos» en cuanto acababa el cole y volvíamos a Barcelona al empezar el cole. Tres meses de total y absoluta libertad.
La casa se llenaba de gente: todos los días entraban y salían amigos de mis hermanos, de mis padres, míos… Todos los días la casa estaba llena. Mucho trabajo para todos en general, y en particular para mi madre, que no se quejaba nunca y que disfrutaba tanto como nosotros. Ruido, música, jaleo, risas, amistad… Todo iba in crescendo en agosto hasta que, al final de mes, la gente volvía a sus ciudades de origen y en casa volvíamos a la tranquilidad, que también nos gustaba mucho. Y el aire cambiaba, se refrescaba y llegaba septiembre, mes que a mi madre y a mí nos gustaba especialmente. Algún año, los menos, habíamos estirado las vacaciones todo lo que podíamos y empezábamos el cole todavía en el pueblo. Pero el invierno es duro ahí, hace frío y hiela y a finales de mes, cuando los días eran más cortos y empezaba el otoño, tocaba volver a la rutina de la ciudad.
Este modelo de vacaciones, de leer hasta que acabas el libro del tirón, bañarse en agua helada hasta que te advierten de que tienes los labios morados, comer cuando te avisan de la hora y dormir siestas eternas bajo los pinos, es el que me hubiera gustado poder dar a mis hijos. No ha podido ser pero creo que se parece bastante. Al menos no hay prisas y si muchas risas. Y aunque no hay segunda casa ni pinos, lo pasamos muy bien y descansamos de todo el año.
Ellos han hecho bien su trabajo este curso: han sacado las mejores notas que podían sacar, han sido buenos, se han portado de lujo y se merecen descansar. Nosotros también. Otra vida, otro estilo de familia y otro modelo de verano. Pero juntos, en familia.
¡Feliz verano a todos!
Elena Abadía