Quedan solo unos pocos días —horas, en realidad— de Cuaresma. Un año más, terminan las cuarenta jornadas de desierto y vamos a sumergirnos en el corazón de la historia humana: el triduo en que celebramos la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Habíamos dedicado la anterior entrada a considerar Tres condiciones para amar, y nos habíamos quedado en la tercera. Las precedentes eran el esternocleidomastoideo (o sea, la capacidad de ver cómo están las personas que tenemos cerca) y la razón práctica centrífuga (es decir, que nos importe lo que suceda a esas personas). La última la habíamos enunciado como “el gran descubrimiento”, esto es, el descubrimiento del amor del que venimos y el amor al que estamos llamados. Un amor que a menudo existe en el plano meramente humano, y siempre está presente en el plano divino. Tanto es así, que hay quien dice que lo más propio de la visión cristiana del mundo es la convicción de que nuestra vida no procede de la combinación casual de partículas, sino de un deseo personal lleno de amor. Benedicto XVI quiso señalarlo desde su primera homilía como obispo de Roma: «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución.
Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía 24.4.2005). Para el papa Francisco no es menos importante, y por eso dedica a este “gran anuncio” el capítulo central del largo texto que dirigió a los jóvenes: «Ante todo quiero decirle a cada uno la primera verdad: “Dios te ama”. Si ya lo escuchaste no importa, te lo quiero recordar: Dios te ama. Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado» (Christus vivit, n.112).
Ahora bien, ¿qué significa la expresión “Dios te ama”? ¿No puede reducirse a una frase de Mr.Wonderful o al título de una canción lacrimógena? Puede, y de hecho a menudo acaba reducida a eso. Pero también se puede comprender con cierta hondura. Joseph Pieper, un filósofo contemporáneo, afirmó que amar significa decir al otro: «¡Es bueno que existas!, ¡qué maravilla tenerte aquí!». Por eso, cuando amamos a alguien queremos lo mejor para esa persona; más aún, queremos que esa persona sea mejor, sea más, crezca todo lo posible y llegue a ser —como se suele decir en expresión también de Mr. Wonderful— la mejor versión de sí misma. Que Dios nos ama —que Dios me ama— quiere decir que él cree en mí, se alegra de mi existencia y apuesta por mí. Si tenemos en cuenta que Dios es el creador del universo, es posible vislumbrar algo de la potencia que tienen estas palabras. Pero hay más.
Estamos a las puertas de la celebración anual de la pasión-muerte-resurrección de Cristo. Cuando san Juan se dispone a cruzar ese umbral en su Evangelio, lo presenta con términos inequívocos: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Veremos estos días el amor de Dios por nosotros llegando hasta el extremo. El extremo de dar la vida por su criatura, a la que considera amiga, a la que va a hacer hija suya. Y está tan convencido de que eso vale la pena, que se dispone a pasar por todas las tonalidades del sufrimiento humano. Desde la traición que traspasa el alma, hasta la burla y las mil formas que la crueldad encuentra para aumentar el dolor. Le veremos al final clavado a la Cruz, con el cuerpo roto por las heridas, cubierto de sangre, respirando con más y más dificultad, mientras una turba a sus pies se ríe de Él y le dice que, si realmente es Dios, baje de la Cruz. Y no va a bajar. Precisamente porque es el Hijo de Dios, no va a bajar, enseñándonos así a decir a su Padre, hasta el último suspiro, «hágase tu voluntad». Ante semejante visión, todo cristiano está llamado a pronunciar —porque las siente muy propias— las palabras de san Pablo: «me amó y se entregó hasta la muerte por mí» (cfr. Ga 2,20). Ese es “el gran descubrimiento” que nos enseña a amar: si Dios me ha amado hasta ese extremo, ¿no es este mundo un lugar que merece ser amado?; si Él ama así a cada persona, ¿no será cada persona un tesoro que merece ser amado, ser afirmado, ser abrazado de todo corazón?
Algunos autores espirituales sostienen que la gran tentación de Cristo consistió precisamente en ver la historia de la humanidad después de la Cruz. Siglos y siglos de barbarie, de codicia, de afán de poder que pasa por encima de la dignidad humana en todas las formas posibles. Un panorama desolador ante el cual susurraría el tentador al oído de Jesús: «¿Ves todo eso? ¡Menudo panorama! ¿De qué va a servir tu muerte? Mira qué futuro… por todas partes triunfa el mal… ¡Qué fracaso tan sonoro! ¿Y tu Cruz? ¡Cómo se ríen de ella!… Toda esta carnicería, tanto sufrimiento, para nada. Mejor termina con esta farsa; esa extraña idea de crear unos animales capaces de amar… no podía salir bien. Termina de una vez con todo esto». Y sin embargo, Jesús prefirió llegar hasta el final y dar su vida por nosotros. Desde luego que conocía perfectamente el futuro: nos vio en pleno siglo XXI inmersos aún en mil formas de violencia y de abuso… Y no obstante pensó que valía la pena morir por nosotros. Esa es precisamente la mejor garantía del amor que nos tiene, la lección capital que nos permite hacer con particular hondura aquel “gran descubrimiento” del que hablábamos antes.
Como enseña San Pablo, «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5, 8). Y el papa comentaba esas palabras de modo incisivo, imaginando precisamente la mirada que Jesús nos dirige desde la Cruz: «Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?» (Mensaje 15.8.2015).
Un último apunte. Hacer el “gran descubrimiento” del Amor que Dios nos tiene —que nos mira y nos dice «¡cuánto me alegra que estés aquí!, ¡es bueno que existas!»— es lo que nos hace capaces de amar. De hecho, en los relatos de los últimos días que Jesús pasó entre los hombres aparecen aquí y allá algunas personas que habían realizado ya ese aprendizaje; mujeres y hombres que supieron amar. Empezando por María, que ungió a Jesús con un perfume muy costoso; después la viuda que en medio de un mar de gente entregó para Dios, pasando desapercibida, todo lo que tenía para vivir; también la familia que dejó a Jesús todo lo necesario para la cena con sus discípulos… y, de modo muy especial, aquellas pocas personas que le acompañaron hasta el final. Porque en la Cruz Jesús no estaba completamente solo. Con Él estaban «su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena» (Jn 19,25). Estaba también Juan, su discípulo más joven.
Más tarde se sumarían José de Arimatea y Nicodemo. Todos ellos tienen su lugar en los relatos evangélicos; todos ellos reviven estos días. Y eso nos indica, de modo elocuente, que el Amor de Dios no es unidireccional, ni entiende solamente el movimiento descendente, de arriba abajo. Dios nos ama hasta dársenos, sí; es nuestro creador y se hace Padre nuestro, sí; pero describe su amor también como el de un amante, y por eso se goza igualmente con nuestra respuesta de amor. Quiere enseñarnos a amar, porque desea invitarnos a participar del Amor que llega hasta el extremo. Y descansa en nuestro amor, de un modo que no comprendemos del todo. Tal vez la respuesta que le siguen dando hombres y mujeres en el mundo entero sea parte del motivo por el que Jesús decidió permanecer en la Cruz hasta el final. Hay mucho mal en el mundo, indudablemente, pero también hay bien, y no ha desaparecido del todo la capacidad humana de amar. Y así, el amor de unos pobres bípedos mortales se une a aquel otro Amor que, en palabras de Dante, «mueve al Sol y las demás estrellas».
Lucas Buch