Este fin de semana era especial en nuestra familia: se casaban Paloma y Javi. Todo lo demás ha pasado a un segundo plano. La boda es de los novios, y Paloma y Javi querían una boda íntima y recogida. Quiso la providencia que el viernes estuviera yo leyendo un capítulo de un libro dedicado al consentimiento matrimonial. El autor, juez de primera instancia de un tribunal eclesiástico en Roma con gran experiencia en acompañar a matrimonios, destacaba que hoy se da en muchos novios una gran dificultad “para percibir la novedad del consentimiento, mediante el cual lo que era un simple hecho se convierte en realidad, pertenencia recíproca”. Para él, uno de los grandes retos de nuestra cultura es explicar a los jóvenes que el matrimonio no es una formalidad ni una estructura legal extrínseca a la relación amorosa.
Ciertamente, el matrimonio tiene una estructura legal que varía según el tiempo y el lugar, pero esta estructura no es el mismo matrimonio. El matrimonio no está en los papeles, aunque en ellos se deje constancia de su existencia. A día de hoy, no sé a ciencia cierta si los papeles de mi matrimonio, que no se celebró en España, se conservan aún o se han perdido o destruido. Confío en el sacerdote que ofició y en el embajador que lo registró, pero me preocupa muy poco. Si hubieran desaparecido y yo no pudiera demostrar jurídicamente que estoy casado, no me cabe ninguna duda de que lo seguiría estando.
Lo importante de la celebración es el consentimiento, que no es una simple fórmula, sino una determinación de amar en toda circunstancia. Y la novedad que el consentimiento introduce en la vida de los casados es, como decía el autor citado, la transformación de un hecho en una realidad. El hecho del amor previo se eleva a la realidad del amor comprometido. El amor se hace vida de por vida. No digo que antes no hubiera compromiso, pero sí afirmo que ese «sí» reflexionado, decidido, comunicado, solemnizado y hecho público tiene un efecto transformador de la persona. Los actos de mañana, aparentemente iguales a los de ayer, cobran una intensidad y una proyección que antes no tenían. La prueba es el vértigo que se siente antes de pronunciar el consentimiento.
Hay quien no da demasiada importancia a la celebración del matrimonio y presta el consentimiento con superficialidad. En la boda de Paloma y Javi nada de esto sucedió. Juan Pablo II, en sus enseñanzas sobre el amor humano, habla del lenguaje del cuerpo. A veces, el cuerpo expresa la verdad por caminos insospechados. Y Paloma nos regaló a todos esa verdad, que sacudió al más distraído, cuando en el momento del consentimiento (bueno, y ya antes, si he de ser sincero) atesoró tal intensidad emotiva que todos pudimos sentir la fuerza de un «sí» que concentraba todo, pasado, presente y futuro, y se entregaba sin reserva. Todos fuimos espontáneamente conscientes de la importancia de ese momento. Javi fue más contenido, quizás porque en él, como en mí (cosas de la genética), el cuerpo tiende a manifestarse más hacia dentro que hacia fuera.
Después, ese «sí» ofrecido y acogido contagió a las dos familias y, a pesar de casi no conocernos por vivir en lugares muy distantes, celebramos la ocasión como como si fuéramos amigos de toda la vida. Es lo que tiene el matrimonio, que abre caminos y proyectos inesperados: en unas pocas horas nuestro proyecto de vida se ha ensanchado increíblemente, y damos muchas gracias a Dios por haber puesto una nueva familia junto a la nuestra.