Amado Papa Francisco:
Me cuesta escribir sin que se me empañen los ojos. Pero siento que necesito decirle adiós, o mejor dicho: hasta luego. Porque aunque ya no esté aquí, su voz sigue resonando en mí.
Gracias, de verdad. Gracias por haber sido un padre para tantos. Gracias por hablarme al corazón, por decir que Dios no se cansa de perdonarme, por enseñarme a confiar cuando ya no creía en mí misma.
Gracias por mostrarme que ser joven y creyente no es una contradicción, sino una aventura hermosa. Gracias por su sonrisa, por su mirada serena, por no tener miedo a tocar el dolor del mundo. Gracias por hacerme sentir amada por Dios.
Cuando yo estaba perdida, usted me habló de misericordia. Cuando tenía miedo, me habló de ternura. Cuando no sabía qué hacer con mi vida, me recordó que Jesús es mi amigo y nunca me deja.
Gracias por su vida, por su cansancio ofrecido, por su cruz silenciosa. Ahora que el Señor lo ha llamado, usted está donde siempre predicó: en el corazón de Dios.
Yo le prometo algo: no dejaré que su legado muera. Voy a seguir amando, sirviendo, perdonando, caminando. Como usted nos enseñó.
Gracias por tanto, querido Papa Francisco. Ruegue por mí allá arriba.
Equipo JC