A lo largo del Evangelio resulta relativamente común encontrar escenas donde la esperanza sea el centro del relato: la esperanza de María al escuchar el mensaje del Ángel, la de José al confiar en lo impensable, la del padre que espera en pie al hijo pródigo, la de aquellos amigos que lograron que Jesús sanara a aquel paralítico, la de los apóstoles al seguir al Maestro o la esperanza del propio Jesús en Getsemaní al decir: “Padre, si puede ser que pase de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la Tuya”.
¿Habremos idealizado la idea de la esperanza? ¿Tiene lugar también en el sufrimiento, en la carga de nuestra propia cruz?
La esperanza de quien lidia con una enfermedad, como recientemente el Santo Padre.
La esperanza de aquellos a los que la soledad abruma.
La esperanza de quien sufre ansiedad o depresión, y la de sus familiares también.
La esperanza de quienes, pese a las dificultades, defienden la vida ante todo.
La esperanza de quien atraviesa con dudas su desierto espiritual.
La esperanza de quien aún no ha hallado su vocación.
La esperanza no debe ser vista como una visión idílica (e irreal) del futuro, sino como un don que hemos de poner al servicio de aquellos que la han perdido. Quizá en ocasiones le pidamos al Señor flores, y nos envíe lluvia. Nuestra esperanza no ha de estar en que no llueva, sino en que las flores saldrán finalmente.
Hay una frase de San Faustino Míguez que me ayuda cuando la cruz pesa mucho: “Él no deja las cosas incompletas”. Ojalá seamos capaces de ser, como se nos pide este año jubilar, peregrinos de esperanza. Porque si algo tengo claro gracias al Evangelio es que la esperanza nunca defrauda.
Alejandro Montoro Garrido
@alex99_mg