La gran final del campeonato, Dios y nuestra vida

Cambiar el mundo

José Gil Llorca

Dicen que, cada argentino lleva dentro un «director técnico» de la selección de fútbol de la albiceleste. Los jugadores que habría que llevar para los campeonatos, son los que cada uno considera. Todo argentino, aunque no le guste el futbol, aunque sea una vieja de ochenta años dice saber mejor que nadie quién debería jugar, en qué posición, y cuál debería de ser el sistema de juego. Se han atrevido incluso a cuestionar a Lionel Messi. Las feroces críticas que recibió le llevaron a decidir abandonar la selección argentina. Afortunadamente para albiceleste, consiguieron que retornara y ganar otro Mundial.

El argentino podrá aceptar sin protesta alguna lo que dice la ciencia sobre la composición del átomo, podrá tomar partido por lo que afirma una u otra corriente de su historia nacional; podrá tomar partido por distintas políticas, ideas económicas, sociales o corrientes de pensamiento. Incluso podrá tomar partido por unirse a todos aquellos a los que no toman partido por nada. Pero en cuanto al «seleccionado», como lo llaman, de la albiceleste, no hay partido alguno al que sumarse, cada uno decide personalmente como deben de ser las cosas.

Algo semejante sucede a una gran mayoría de personas con respecto a Dios. No pocos se convierten en «directores técnicos» de su propia religión. Que no le venga nadie a decir «que si Dios esto, que si Dios lo otro…». Ya sabe él, sin necesidad de que alguien se lo diga, cómo debe ser Dios y cómo debe hacer las cosas, dónde tiene que jugar y cómo tiene que hacerlo, si hay que sustituirlo en la segunda mitad, si está o no en condiciones de ser seleccionado o se queda fuera. De igual modo, para muchas personas no hay nadie que le pueda decir cuál debe ser el propio comportamiento con respecto a Dios. ¡Faltaría más! Que no me venga nadie con historias o milongas que yo me las arreglo solo y sé bien cómo son las cosas y lo que tengo que hacer.

El problema es que en el fútbol todo lo más que puedes hacer es ganar o perder una copa del Mundo. Si las cosas salen bien, explotarás de alegría, harás fiesta por todo lo alto durante días o incluso semanas, contarás con un Mundial del que presumir y sentirte tremendamente orgulloso. Y si las cosas salen mal, lloverán las críticas, protestarás por todo, te harás mala sangre, estarás durante días, o semanas, cabizbajo y enojado. Pero bueno, dentro de cuatro años habrá que intentarlo de nuevo.

Pero el verdadero problema, es que el partido de la vida, la gran final de la existencia de cada uno no es así. Si las cosas salen bien, esa explosión de alegría y todos esos festejos, no será algo que dure días o semanas. Será algo para siempre, para siempre. Será algo eterno. Una alegría y una fiesta que no tendrán final. Pero si las cosas salen mal… Si las cosas salen mal, no hay ya más posibilidades. No podrás esperar cuatro años para disputar otra final. En la vida humana solo se puede jugar una final. Y si se gana, se gana para siempre. Y si se pierde, se pierde para siempre. ¿Te das cuenta? Hay que repetirse eso interiormente muchas veces para que alcancemos a comprender la importancia de lo que nos jugamos. Si perdemos, perdemos para siempre. No habrá más oportunidades. La victoria o la derrota será eterna. Para siempre, para siempre, para siempre.

Cuenta Santa Teresa de Jesús, que teniendo poco más de 8 o 9 años pensó que sería muy fácil llegar al cielo siendo mártir. Entonces se le ocurrió salir con su hermano Rodrigo, que apenas tendría seis años, fuera de las murallas de Ávila encaminándose hacia la tierra de moros donde morían por su fe. Como su hermano Rodrigo se cansaba y quería dejar de caminar, Santa Teresa le animaba diciendo: «Rodrigo, piensa que alcanzaremos el cielo para siempre, para siempre, para siempre. Y con estas palabras Rodrigo recobraba nuevas fuerzas continuaba caminando. Esta infantil aventura terminó cuando su tío que iba a caballo los descubrió caminando y regreso con los pequeños. Creo recordar que Teresa dice que recibió una buena reprimenda por aquella travesura. Pero resulta muy ilustrativo ver como una niña tan pequeña había captado profundamente el sentido de la vida y de la eternidad.

La ilusión de ganar es enorme, pero la posibilidad de perder es aterradora. Una derrota eterna es, no una tragedia, sino la tragedia. Lo habremos perdido todo, todo. Y para siempre. Eternamente.

En las clasificaciones para entrar en la competición de un mundial, hay grupos y partidos previos. Y aunque algunos se pierdan no pasa nada, aún se puede uno clasificar. Y cuando las cosas se ponen mal, muy mal, aún entonces se recurre a la expresión «todavía hay oportunidades de salvación», «todavía podemos salvarnos». Salvación. Sí esa es la palabra clave de la existencia personal de cada uno. Nuestra vida, nuestra vida eterna, puede salvarse o perderse. La fe católica llama a Cristo el Salvador. Nuestra fe católica habla de la salvación. Y lógicamente si hay salvación y hay Salvador es que hay posibilidades de no salvarse, de perderse, de condenarse. Ninguno tiene asegurada la salvación. Nos han puesto en la cancha, en el campo y no hay opción que jugar. Pero en este juego lo que nos jugarnos es la vida.