Hay quien ha dicho que el ser humano es un animal que cuenta historias. No podemos negar de ninguna manera lo enraizado que está en la humanidad por tantos motivos y en tantos aspectos el hecho de contar historias. Un pueblo, una nación, una cultura puede ser comprendida y valorada por las historias que cuenta. El hombre tiene una existencia que podemos describir como “estructura narrativa”.
Cuando hablamos de historias nos referimos a los dos aspectos fundamentales de la palabra. Historias, en el sentido de narraciones fantásticas, cuentos, leyendas, mitologías, etc., e historias, en el sentido de hechos reales acontecidos. Nuestra vida es una historia. Y la humanidad entera tiene una Historia. En la educación, en la transmisión de valores, en la enseñanza, la historia, el ejemplo, ocupa un lugar destacado, insustituible y necesario.
La Sagrada Escritura contiene abundantes narraciones e historias de personajes que con sus acciones constituyen un magnífico ejemplo a seguir. Quisiera ahora detenerme para reflexionar sobre una mujer. Concretamente una viuda, madre de siete hijos. Encontramos su historia en la Biblia, en el capítulo séptimo del libro segundo de los Macabeos.
Esta madre fue presentada junto a sus siete hijos delante del rey Antíoco, que había invadido Israel, con la intención de hacerlos comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero uno de los hijos le advierte al rey que están dispuestos a afrontar la muerte y los tormentos antes que quebrantar la Ley dada por Dios a sus padres. Ante esa respuesta valiente y decidida, el rey responde con una saña y crueldad inconcebible.
Narra el texto sagrado que el rey, fuera de sí, ordenó poner al fuego sartenes y calderas. En cuanto estuvieron al rojo, mandó cortar la lengua al que había hablado en nombre de los demás, arrancarle el cuero cabelludo y cortarle las extremidades de los miembros, en presencia de sus demás hermanos y de su madre.
Cuando quedó totalmente inutilizado, pero respirando todavía, mandó que le acercaran al fuego y le tostaran en la sartén. Mientras el humo de la sartén se difundía lejos, los demás hermanos junto con su madre se animaban mutuamente a morir con generosidad, y decían: El Señor Dios vela y con toda seguridad se apiadará de nosotros, como declaró Moisés en el cántico que atestigua claramente: “Se apiadará de sus siervos”.
Después de haber hecho morir así al primero de los hijos de esta mujer, continúan con los demás con toda clase de amenazas pero con el mismo resultado. Y uno tras otro, en medio de los más horribles suplicios y torturas van siendo ejecutados a la vista de los demás.
El libro sagrado no puede menos que hacer una elogiosa alabanza de la actitud de aquella mujer: «Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor.
Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes”».
Cuando tan sólo quedaba el más pequeño de sus hijos, el rey intentó convencerlo por medio de promesas y halagos, pero viendo que ni aún así lo lograba, se dirigió a la mujer instándole a que por el bien de su hijo le aconsejara hacer lo que le ordenaba y comiese carne prohibida por la Ley. Y como el rey le insistiera en que convenciese a su hijo, la madre terminó aceptando hablarle y aconsejarle para su bien.
Y aquí es donde se revela la fe, la fortaleza y la magnanimidad de esta gloriosa mujer pues se inclinó sobre él y burlándose del cruel tirano, le dijo en su lengua patria: «“Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crié y te eduqué y te alimenté hasta la edad que tienes. Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia”.
En cuanto ella terminó de hablar, el muchacho dijo: “¿Qué esperáis? No obedezco el mandato del rey; obedezco el mandato de la Ley dada a nuestros padres por medio de Moisés. Y tú, que eres el causante de todas las desgracias de los hebreos, no escaparás de las manos de Dios”».
El autor del libro declara con absoluto convencimiento que quien de verdad destacó y se hizo merecedora de todo elogio y alabanza, y se mostró admirable hasta el extremo fue esta mujer, madre de siete hijos. Se nos hacen unas indicaciones sobre las que será muy provechoso reflexionar aunque sea brevemente.
Una primera es el hecho de que sufrió con valor. ¿Qué quiere decir que sufrió con valor? De entrada no es igual padecer, sufrir un mal sobre el que no tenemos en absoluto ningún dominio y que por tanto de ninguna manera podemos evitarlo, que padecer un mal del cual sí que podríamos librarnos. Es cierto que también el primer tipo de mal puede ser sufrido con una actitud de entereza y valentía o con protestas, quejas y pánico.
No obstante el segundo tipo de mal, aquel del que podríamos librarnos si quisiéramos, requiere un gran valor para afrontarlo. Ese valor es infundido por un convencimiento. Un convencimiento de permanecer fieles. La fidelidad lleva a afrontar el sufrimiento, la tortura, el dolor con una entereza que es ejemplar y causa asombro en quienes la contemplan, de hecho se nos dice en el relato que tanto el rey como los verdugos quedaron maravillados y estupefactos ante la entereza y valor de estos israelitas por ser fieles a la Ley dada por Dios y recibida por sus padres.
Y no es propiamente que el asombro lo produzca simplemente la actitud de afrontar sin temor los dolores; esa actitud no es más que la manifestación externa de la actitud que produce realmente el asombro y que es la fidelidad. De ese modo los que observan perciben la grandeza de aquello por lo que uno está dispuesto a sufrir con tal de permanecer fiel. Sí, es la fidelidad hasta la muerte, si es preciso, lo que causa asombro y admiración.
La mujer aparece en la Historia de la humanidad de alguna manera más dispuesta y con mayor capacidad de afrontar el sufrimiento. Posiblemente esté unida esa capacidad para el sufrimiento a la estrecha vinculación que posee con la vida y con el nacimiento del ser humano. En el alumbramiento un nuevo ser humano viene al mundo entre los sufrimientos y dolores de la mujer que da a luz.
Hemos hablado de que esta madre sufrió con valor. Pero también se nos dice algo muy importante: la razón por la que pudo hacerlo, aquello que infundió en ella el poder afrontar la muerte de sus siete hijos en un solo día. Pudo hacerlo porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Esto nos da pie para reflexionar sobre algunos puntos que no aparecen en el texto sagrado pero que podemos suponer en alguna medida.