Saber dar ánimos

Cambiar el mundo

Sin Autor

No sé qué tipo de sentimientos inundan el espíritu de un ciclista cuando su cuerpo, jadeante en el esfuerzo por llegar a la cumbre del paso de montaña, se siente aliviado por el jarro de agua fría que le arroja un aficionado.

Sí he tenido ocasión de encontrarme con personas que, después de una noche difícil que se ha hecho demasiado larga, salen a la calle con la escondida ilusión de que alguien le dé una palmadita cariñosa en la espalda y le diga dos palabras que le ayuden a llegar al final del día.

Quizá en pocas cosas seamos tan iguales los mortales que en esto de desanimarnos. Son tantas las metas que hemos de alcanzar a lo largo de la vida, que no nos es demasiado difícil darnos de bruces hasta en los caminos más trillados. Son tantas las ilusiones que engendramos que no es de extrañar que muchas veces se vean frustradas incluso antes de nacer.

Se desaniman los ricos, quizá en el deseo de tener más o al ver que el dinero no lo resuelve todo, y los pobres, que no saben llegar al final del día; los inteligentes, porque no alcanzan nunca desentrañar todos los misterios que les rodean, y los menos dotados, que quizá no consigan destilar el aroma de las cosas corrientes para gozar mejor de la alegría de vivir.

Se desalientan los fuertes y los débiles, porque todos somos limitados; los de derecha, los del centro, los de la izquierda; los del norte y los del sur; las mujeres y los hombres y los niños cuando empiezan a ser conscientes; los médicos y los pacientes; los sanos y los enfermos. Y cualquier cristiano corriente que vuelve a casa insatisfecho, refunfuñando por lo poco que le ha rendido el día.

Nos desanimamos por lo que no somos y quisiéramos ser; por el amor que quisiéramos dar, y ofendemos; incluso por la palabra de consuelo que es mal recibida y, en vez de consolar, aumenta pena a la pena; por nuestras meteduras de pata con la mejor intención del mundo.

El desánimo es conocido por los pecadores y por los santos, que también tiene su parte de pecadores, y son bien consciente de no corresponder al amor que Dios les manifiesta. Quizá sólo el anciano cargado de años se salve del desaliento y lo convierte en esperanza fecunda, porque ya ha vivido lo suficiente para darse cuenta de que sólo vale la pena echar en falta el Paraíso.

Con el desánimo hay que vivir, pero no se puede vivir de él. Va bien el desaliento normal que busca una palabra de ánimo para convertirse de nuevo en ganas de recomenzar, porque en definitiva es tomar conciencia de los límites de nuestro ser criaturas de Dios. No va bien, sin embargo, el “estado de desánimo”, la profesión de “desalentado”, que acaba en un pesimismo agrio, colérico, insoportable. Y aquí es donde el agradecimiento por una palabra de ánimo, ante un “levántate, que no es para tanto”, alcanza su sabor.

Estaba desanimado el cantador que se arrancó por tientos con aquello de: “¿Qué pájaro será aquel / que canta en la verde oliva? / Anda y dile que se calle / que su cante mi lastima”. Sólo un hombre muy abatido puede lastimarse con el cantar de un pájaro.

Cuesta decir una palabra de ánimo, a veces nos puede costar dar un vaso de agua al sediento, consolar al triste. Siempre puede quedarnos la sensación de meternos donde nadie nos llama e, incluso, de que nos van a despedir con cajas destempladas. Aunque les venga bien, no todos tienen el buen espíritu de agradecer algo que necesitan.

No importa, la palabra animosa renueva siempre las raíces del bien en el corazón que la ha engendrado, y crea en su mente y a su alrededor la alegría de vivir, también en el desaliento de cada día.

Ernesto Juliá

Publicado en Religión Confidencial