Este mes de enero el Papa Francisco puso como intención de su oración “el derecho a la educación”. En su mensaje afirma que estamos viviendo como humanidad una “catástrofe educativa” sin precedentes. En este contexto, reaparece la necesidad de que la escuela renueve el compromiso con su vocación y misión en el camino desafiante de educar para la paz.
Desafiante porque nos implica a todos, a muchos, a cada uno. En el rol en el que estemos, seamos profesores, directivos, padres y madres de familia o tutores. Si Dios nos encomendó acompañar a crecer a una vida ahí está el llamado a colaborar en la tarea de modelar -con amor- un corazón desarmado.
Educar para la paz implica a la pedagogía de Dios. Es decir, un estilo de cercanía, buen trato, escucha y diálogo fraterno. Un estilo que supone acompañar a la altura del corazón. Un estilo que ama y no intimida. El estilo de Jesús es la humildad porque es en ella donde se revela la plenitud de su humanidad. La pedagogía de Dios es la que reconoce la dignidad de cada persona, la valora y la respeta.
Es por todo ello que la escuela es un ámbito privilegiado para la tarea de educar para la paz. En cada aula, en cada patio, en cada comunidad educativa se reproducen situaciones cotidianas que nos demandan humanidad, compasión, sacrificios y esfuerzos. En este caminar diario quienes formamos parte de la escuela nos podemos convertir en un signo vivo de esperanza. La escuela, entonces, se transforma en tierra de misión.
En este sentido, el año jubilar que estamos celebrando bajo el lema “Peregrinos de Esperanza” tiene mucho para decirle al ámbito educativo. Quienes participamos y acompañamos la educación de tantos y tantas no podemos estar desesperanzados y defraudados, apegados a las críticas infértiles del pesimismo que hunde la esperanza. Al contrario, con la mirada puesta en Jesús debemos asumir con valor la misión de educar para la paz.
Es la esperanza del día a día la que nos llevará a lograr la paz tan anhelada por todos. Es el tiempo que le dedicamos al uno a uno, a desarmar uno a uno cada corazón herido por la violencia lo que nos regalará la alegría de la paz.
Nuestros niños y jóvenes tienen sed de paz y esa sed sólo la podemos saciar con amor. A imagen y semejanza de quien nos amó primero no tengamos miedo de enraizar nuestra esperanza en la realidad que nos rodea, por más dura que sea.
Educamos para la paz cada vez que ayudamos a desarmar un corazón quitándole las armas del egoísmo, la indiferencia, la mentira, la superficialidad y tantas otras armas que llevan a la muerte del corazón.
Educamos para la paz cada vez que damos motivos para la esperanza y acompañamos a descubrir y cultivar un sentido para cada vida que nos fue encomendada ¡Qué misión maravillosa! Y aunque no seamos dignos, el Señor nos ha elegido:
“Vayan y hagan que todos sean mis discípulos”