Puente de Reyes

Navidad

Sin Autor

Empiezan tres días de vacaciones. Los últimos de la Navidad y los primeros de este año. Gracias por ello. Las campanas de la iglesia están llamando por segunda vez para la primera Misa de la víspera de mañana, Domingo, día 5 de enero, víspera de la fiesta de los Reyes Magos, esa noche larguísima previa a un amanecer muy tempranero en mi ya lejana infancia cronológica. Aún recuerdo los empujones que me daba mi hermano pequeño para que me levantase con él a ver lo que nos habían dejado aquellos mágicos señores que la tarde anterior casi saltan un ojo a más de uno a caramelazo limpio.

Aquello ya pasó hace muchísimo tiempo. Sin embargo, aún sigue viviendo en mí esa niña que mira con ojos de asombro todos y cada uno de los milagros que cada nuevo día trae a mi vida. No deberíamos perder esa capacidad de asombro por las cosas pequeñas y nuevas que tienen los niños; los adultos deben ocuparse de las “cosas de mayores”, pero sin consentir que nada ni nadie les haga perder esa inocencia real que nos lleva a descubrir lo más grande en lo más pequeño.

Algo parecido a esto es lo que ocurre con la fe: dos son las mayores victorias del demonio en nuestros días. La primera, haber conseguido que muchos crean que no existe; la segunda, haber metido la idea de que creer en Dios es como creer en las hadas, un cuento para niños, cuando, precisamente, el principal requisito para descubrir a Dios es hacerse niño (sin cursiladas ni apocamientos), lo cual significa recuperar esa capacidad de asombro, de admiración ante la misma creación (no hay que ir muy lejos para descubrirlo). Werner Heisemberg, el llamado “padre de la física”, dijo: “El primer sorbo de un vaso de ciencia natural te hará ateo, pero, en el fondo del vaso, Dios espera”. La mente científica es curiosa, tiene ansia por el conocimiento, por conocer el porqué de las cosas, y por eso llega un momento en que se topa de bruces con el mismísimo Creador de todo, siempre que esté libre de prejuicios y sea capaz de dejarse encontrar por Él.

Hacernos niños significa también darnos cuenta de que solos no podemos hacer muchas cosas y que necesitamos de Alguien mayor que nosotros para poder encontrar el sentido de la vida. Somos criaturas y dependemos de nuestro Creador. Él nos hizo completa e irrestrictamente libres, de ahí que podamos darle la espalda cuando se nos antoje y sin tener que dar explicaciones a nadie. Incluso hay quien se permite insultar a los que creemos en Dios como Padre providente y amantísimo, y hasta le insultan a Él (aunque, si afirman que no existe, no deja de ser una tontería insultar a la nada).

Confieso que me encanta ser dependiente de Dios, creo y sé que existe porque veo su mano en todo lo que tengo a mi alrededor, en todas las personas de mi entorno más y menos cercano. Es Padre que espera que le hable, que le cuente mis cosas y que le pida ayuda para todo, por la simple razón de que es padre y, como todos los que tienen hijos, está deseando ser útil y ayudar a su prole.

No tengo con qué agradecer a Dios no solo el haberme llevado de la mano hasta que me encontré frente a frente con Él y le descubrí en mi vida, sino también el permitirme seguir estudiándole a través de su Palabra y de todo lo que la Iglesia -mi Madre- me ofrece cada día y cada momento. Trabajar en una Curia puede descorazonar al principio (como dice Heisemberg), pero en el fondo está Dios, con los brazos abiertos, esperándome para darme el abrazo que me hace sentirme a salvo y en casa. Si algo tiene Dios es que no es cosa de niños, pero como no seamos como ellos, nos lo perderemos siempre porque necesitamos las gafas del asombro para poder verlo con claridad meridiana.

Lola Vacas