El pasado 9 de diciembre el premio Nobel de Economía Paul Krugman publicaba su última columna en el New York Times, donde había estado escribiendo regularmente desde enero del año 2000. El artículo se titulaba «Mi última columna: la esperanza en una era de resentimiento» [«My Last Column: Finding Hope in an Age of Resentment] y está accesible online gratuitamente. Me apenó su retirada, pues he estado leyéndole habitualmente: Krugman tiene el don de explicar con sencillez y claridad los entresijos, a veces muy enrevesados, de la economía. Me consoló su afirmación en las primeras líneas de su artículo: «Me retiro del Times, no del mundo, así que seguiré expresando mis opiniones en otros lugares».
Krugman no explica los motivos de su decisión, pero da la impresión que no desea seguir criticando semanalmente las políticas económicas que pueda desarrollar el gobierno de Trump en los próximos años. Los dos tenemos la misma edad —nacimos en 1953— y comprendo bien su hastío por seguir repitiendo una y otra vez las mismas objeciones. Esta explicación se confirma, en cierto sentido, con los dos párrafos finales que dan mucho que pensar y que transcribo:
«¿Hay alguna forma de salir del sombrío lugar en el que nos encontramos? Lo que yo creo es que, aunque el resentimiento puede llevar al poder a gente mala, a largo plazo no puede mantenerla en él. En algún momento, el público se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que despotrican contra las élites en realidad son élites […] y empezará a pedirles cuentas por no cumplir sus promesas. Y en ese momento el público estará dispuesto a escuchar a quien no intente argumentar desde la autoridad, no haga falsas promesas, sino que intente decir la verdad lo mejor que pueda.
Puede que nunca recuperemos el tipo de fe en nuestros dirigentes —la creencia en que las personas en el poder suelen decir la verdad y saben lo que hacen— que solíamos tener. Tampoco deberíamos. Pero si nos enfrentamos a la caquistocracia —el gobierno de los peores— que está surgiendo en estos momentos, puede que con el tiempo encontremos el camino de vuelta a un mundo mejor».
Lo que Krugman está defendiendo son dos cosas diferentes, pero muy relacionadas. Por una parte, la importancia de la verdad en la gestión pública y, por otra, la necesidad de repensar el acceso a los puestos de responsabilidad para que no gobiernen los peores, esto es, para que nuestra democracia no se transforme en caquistocracia.
Me parece que nunca había oído esta curiosa palabra «caquistocracia» que tan fea es tanto en su sonido como en su significado. Se opone a «aristocracia», el gobierno de los mejores, y viene del griego (kakistós, peor; y kratos, gobierno). Wikipedia explica que se trata de un «término utilizado en análisis y crítica política para designar al gobierno de los Estados controlado por las personas más ineptas, incompetentes y cínicas». Al parecer —añade Wikipedia— «se utilizó por primera vez en el siglo XVII y tuvo un cierto uso en el siglo XIX, pero es a principios del siglo XXI cuando se ha extendido su utilización en los medios».
Otra palabra de origen griego en boga en diversos países es la de «cleptocracia», esto es, el gobierno de los ladrones, cuando quienes rigen los destinos de un país se dedican fundamentalmente a su enriquecimiento personal empleando para ello todo tipo de medios ilícitos. Ya san Agustín en su famosa obra La ciudad de Dios afirmaba que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una «gran banda de ladrones» («magna latrocinia», IV, 4).
Adonde quería llegar es a algo obvio: la necesidad de establecer unos requisitos formativos para quienes se dedican al gobierno en sus niveles superiores. No solo tienen que dar buena imagen y saber hablar en público, sino que han de tener la capacidad para comprender realidades complejas y tomar decisiones con una información limitada. Si para ocupar un puesto alto en una empresa se requiere un MBA y una amplia experiencia laboral, ¿por qué puede alguien ser ministro simplemente por amistad o lealtad con el presidente? Necesitamos desarrollar escuelas de gobierno y requerir esa formación a los gobernantes, si queremos hacer el mundo mejor, esto es, si no queremos que nos gobiernen los peores.
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Jaime Nubiola es profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Navarra, España (jnubiola@unav.es).