El Nacimiento de Jesús en Belén hace más de dos mil años nos asombra y conmueve. A ese Niño Jesús (en hebreo “Dios salva”) también se le conoce con la palabra griega “Christos” y con la expresión hebrea “Messias” que significan “ungido”. Es el Hijo único (primogénito) de Dios, o “el Señor”, término que en el Antiguo Testamento estaba reservada para dirigirse a Dios.
Los romanos escribieron en la cruz el acrónimo “INRI”: “Iesus Nazarenus Rex Iudaorum”. Para los arrianos Jesús era el Hijo de Dios, pero negaban su divinidad al considerar que no era consustancial al Padre; luego no admitían el misterio de la Santísima Trinidad. Por el contrario, el docetismo afirmaba la divinidad de Jesucristo, pero negaban su humanidad. Los nestorianos separaban su divinidad y la humanidad. Para los monofisitas la naturaleza humana habría dejado de existir en Cristo, al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios.
La Iglesia terció entre estas doctrinas teológicas proclamando que Jesucristo es Dios y hombre verdadero. Pilato muestra a Jesús en el pretorio ante el Sanedrín: “Ecce Homo”. Antes, en el juicio, le responde: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. Jesús manifiesta a Caifás que era Hijo de Dios. Pedro proclamó: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Longinos exclamó: “Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios”.
La oración originaria de Oriente: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. En el siglo IV, san Agustín explicaba por qué los paganos rechazaban a Jesucristo: “Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo, desagrada a los soberbios”.
Existe una estrecha relación entre el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios con el misterio de su Pasión y Resurrección. San Pablo, viene a señalar que Jesucristo es un signo de contradicción para la cultura de entonces, y también ahora: “Porque los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”.
Belén y Jerusalén, el pesebre y la cruz, resultan molestos a una sociedad en la que prima el materialismo hedonista, el poder y el dinero. Pero la lógica sobrenatural es distinta a la humana. Chesterton escribía: “Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural”. Supone cierta incoherencia celebrar las “felices fiestas” (de Navidad), con todo tipo derroches materiales, pero, en ocasiones, vaciadas de su contenido esencial constitutivo: el Nacimiento de Emmanuel (Dios con nosotros).
Este Niño que no se impone por la fuerza, sino que se humilla al encarnarse y morir en la cruz, respeta nuestra libertad, incluso aunque le ofendamos e ignoremos. Y es que, “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajo del cielo”, como se recita en el símbolo niceno-constantinopolitano. San Atanasio concluye que “Dios se hizo hombre, para que el hombre se hiciera Dios”; el hombre participa de la naturaleza divina, haciéndose hijo de Dios.
Lope de Vega nos ofrece un soneto entrañable que se convierte en una oración que nos interpela: “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?/¿Qué interés se te sigue, Jesús mío?/que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno a oscuras?/¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí!/¿Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras!/¡Cuántas veces el Ángel me decía:/”Alma, asómate agora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía!”/¡Y cuántas, hermosura soberana, ”Mañana le abriremos”, respondía/ para lo mismo responder mañana!”.
De forma especial en este Año Santo, se presenta la ocasión de cruzar la Puerta Santa del Perdón. Jesucristo se brinda para ser el centro de nuestra vida. Eso exige conocerle, tratarle y amarle: en los Evangelios, en la oración y en la Eucaristía. Su doctrina es liberadora; se resume en amar a Dios y al prójimo. El Príncipe de la Paz, nos impulsa a ser sembradores de paz, de alegría y de esperanza, en la familia y el trabajo. “Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos” (Hb 13, 8-9).