Lo recuerdo bien. Fue una mañana despejada, en las primeras horas. Bajaba solo, caminando con paso sosegado, tranquilamente, sin prisa alguna. Acostumbro a caminar siempre demasiado a prisa, con pasos largos, tanto que a veces quien me acompaña me pide amablemente que vaya un poco más despacio.
El sol que comenzaba a saludar la ciudad granadina iba iluminando la parte más alta las fachadas blancas de las estrechas y empinadas calles del Albaicín, que aún permanecían en la sombra grisácea de los adoquines con una pátina de humedad. Cuando llegué a la calle Elvira, dejé a mi derecha el arco de viejos y rojizos ladrillos que da nombre a la calle y que fue antigua puerta de la ciudad.
Seguí caminando un buen rato hasta la confluencia de la calle Reyes Católicos con Plaza nueva. Al fondo se ve el templo parroquial de San Gil y Santa Ana. Y también se divisa, en el fondo y a lo alto, como incrustada en el azul del cielo, la Torre del Homenaje de la Alhambra.
El sol ya hacía lucir en todo su esplendor la gran fachada de la Real Cancillería, noble e imponente edificio construido en la segunda mitad del siglo XVI. La amplitud de la Plaza, zona peatonal, permite detener la mirada en esa majestuosa fachada que el sol pintaba ahora en unos tonos ocres, anaranjados y color canela, jugando con las sombras de los arcos y dinteles de las ventanas y balcones.
Ya más cerca de la iglesia, pude contemplar de nuevo su portada renacentista y la bella torre mudéjar con sus campanas, que se eleva a la derecha. Crucé la verja de hierro que hay en el atrio y subí los escalones que dan acceso al interior. La larga y única nave, estaba en penumbra. Solo se veía iluminado, al fondo, el altar. Un sacerdote estaba celebrando la Misa. Era justo el momento de la consagración, así que me arrodillé en el reclinatorio del último banco. No habría más de media docena de personas en los bancos más adelante, cercanos al altar.
En el profundo silencio solo se oía la voz del sacerdote que decía con una voz clara y pausada, y una piedad sobrecogedora, las palabras de la consagración: “Tomó pan en sus santas y venerables manos, y elevando los ojos al cielo…”. Nunca había reparado en la belleza de estas palabras: “sus santas y venerables manos”. Y después de elevar la sagrada forma mientras tintineaba la campanilla, nuevamente unas palabras que me parecía escuchar por primera vez: “tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos…”. Esa es la imagen y las palabras que quedaron grabadas en mi memoria y que causaron una honda impresión en mi ser, como nunca antes me había sucedido.
No recuerdo nada más de aquella mañana. No sé cuánto duró. No sé cuanto tiempo estuve allí. En la penumbra. Arrodillado. Como si estuviera en una desconocida dimensión. No recuerdo en qué momento me levanté para salir del templo ni lo que hice después. Solo sé que desde entonces, en muchas ocasiones viene a mí esa imagen y la delicadeza de esas palabras: “tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos”. “Cáliz glorioso”. “Santas y venerables manos”. Tiempo después supe que estas palabras son del llamado Canon romano, que no es muy habitual que lo use el sacerdote. Por lo general suelen rezar otras oraciones con distintas palabras.
Después he podido escuchar muchas veces y leer toda la plegaria del Canon romano. Y me parece entender el afecto que causa en mí y la dulzura que me producen en el alma al escucharlas, transportándome a aquel momento que viví. Pienso en los sacerdotes y en el bien inmenso que pueden hacer al celebrar la Misa con toda piedad, y pronunciar con pausa y devoción profunda estas sagradas palabras por las que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo, nuestro Señor.