He tenido siempre muy claro que la palabra tiene un gran poder transformador, como lo acreditan tantas obras de pensadores que han inspirado grandes movimientos sociales y políticos, a veces para bien, a veces para mal. Y, hasta donde me alcanza la memoria biográfica, recuerdo haber sido siempre muy precavido a la hora de escoger las lecturas. De esta forma, como todos, he ido formando mi propio criterio. A ello se une el escaso tiempo de que dispongo, lo que invita a ser muy selectivo.
Uno de los libros más peligrosos en este sentido son los Evangelios. Se comprende que mucha gente tenga reparos en leerlos porque su palabra tiene una fuerza especial (sobrenatural, para los católicos) y, aunque fueron escritos hace veinte siglos, conservan una insospechada actualidad. Yo procuro leerlos unos minutos cada día y no deja de maravillarme la capacidad que tienen para iluminar aspectos de mi día a día.
Leía hace poco el pasaje de las negaciones de Pedro. El apóstol por excelencia, el impulsivo, impetuoso e incondicional Pedro, el que sale siempre en defensa de Jesús, el guardaespaldas del maestro, a la hora de la verdad, se acongoja como el que más y le niega tres veces seguidas.
De pronto, cuando lees por enésima vez la escena, caes en la cuenta de una circunstancia que te había pasado desapercibida y que, de diferentes maneras, se recoge en los cuatro evangelios, lo que no es tan frecuente. Cuando apresaron a Jesús, “Pedro le seguía de lejos”, dicen, lacónicamente, Lucas y Marcos; a lo que Juan y Mateo añaden que, cuando llegaron a casa del sumo sacerdote, Pedro se quedó fuera, mientras que Juan, el más joven de los discípulos y único del que tenemos constancia que se mantuvo firme al pie de la Cruz, entró con Jesús.
Esta es una tentación que nos acecha a todos. “Seguir de lejos” a quienes más amamos. Es decir, disimular o evitar manifestar nuestra verdadera situación o convicciones personales en momentos o entornos en que percibimos pueden no ser bien entendidas: “Bueno, después del comentario de este, aquí, en este ambiente tan cool y alternativo, mejor no voy a comentar nada de que soy padre de siete hijos. Me limitaré a hablar de temas impersonales”.
Lo primero que hemos de mostrar en cualquier relación y a la primera oportunidad, para que nos ubiquen desde el principio en nuestra propia realidad, es nuestra condición familiar. Lo segundo, si se da el caso, es mostrar las fotos de nuestra familia, empezando por la de nuestra mujer o marido, por supuesto (bueno, si hay nietos, se puede hacer una excepción), para que vean que la llevamos bien incrustada en el corazón y es lo primero que nos sale porque forma ya parte de nuestra identidad y sin ella ya nos somos nosotros mismos.
Si “seguimos de lejos” a nuestra familia, si no la llevamos permanentemente con nosotros, si no entramos con ella en todas partes, aunque sea la “casa del sumo sacerdote”, donde sabemos a ciencia cierta que no va a ser bien recibida, nos sucederá como a Pedro, que llegará un momento, una tesitura o una circunstancia en que, por vanidad, por cobardía o por una malentendida prudencia, sucumbiremos a la tentación de ocultarla. Y, claro, nuestros interlocutores pueden entonces pensar que nuestra familia no es tan importante para nosotros y proponernos planes que no nos corresponden y nos van alejando paulatinamente de ella.
Hace años trabajé en un despacho de abogados bastante grande y, cuando me presentaron al socio director del despacho, le dijeron que yo tenía tres hijos (solo tres de los siete que finalmente tuvimos). Su respuesta fue: “bueno, nadie es perfecto”. Yo era muy joven, acababa de entrar y recibí estoicamente la inoportuna ocurrencia. Pero, a partir de aquel día, cuando me preguntaban cuántos hijos tenía, solía contestar: “por ahora tres (o cuatro o siete, según fuera)”. Así, no le quedaba ninguna duda a mi interlocutor de que se trataba de una decisión consciente.
Y, si caemos en la tentación, nunca es tarde para volver a los nuestros. Pedro lloró amargamente y volvió con más fuerza que nunca. Cada uno verá los planes a los que tiene que renunciar para poder seguir de cerca a su familia. Es mejor prevenir que curar: llorar amargamente es, en efecto, muy curativo, pero es mejor estar siempre cerca, muy cerca de nuestra familia, como Juan lo estuvo de Jesús en la hora amarga de la pasión.