En una reciente sesión del Círculo de Estudios Pragmatistas en Madrid, Marta Vaamonde, profesora de la UNED, citó a Joan Tronto quien sostiene que la revolución todavía pendiente es la «revolución del cuidado». Esta expresión de la profesora de ciencias políticas de la Universidad de Minnesota me encantó.
Frente a las revoluciones industriales, digitales y tantas otras, lo que nuestra sociedad realmente necesita es poner en su centro los cuidados que los seres humanos nos prestamos unos a otros desde la maternidad y crianza hasta la enfermedad y la muerte. Poner en valor los cuidados es afirmar que lo más importante es cuidar, esto es, cuidarnos unos a otros, cuidar y dejarnos cuidar.
El cuidado es, sin duda, un valor eminentemente cristiano y quizá por eso ha sido menospreciado por la tradición capitalista que favoreció el egoísmo personal como motor del desarrollo de la sociedad. En contraste con esto, casi todos advertimos el descarrío antropológico que implica una sociedad —quizá dominante en Occidente— que privilegie el egoísmo consumista frente a la gustosa atención a los demás.
«¿Para qué sirven los demás?» podríamos preguntarnos. La mejor respuesta es quizá «para cuidarlos; esto es, para hacernos cuidadosos». Comienzo a leer el libro de José Manuel Horcajo «El espíritu del cuidado» (Palabra, 2024) con ilusión por comprender todo esto más a fondo: «El cuidado —dice Horcajo (p. 13)— es la parte más visible del amor. Es más tangible, más experimentable. El cuidado es amor, sin palabras, sin teorías, sin complejidades».
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Jaime Nubiola es profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Navarra, España (jnubiola@unav.es).