Hoy hace 10 días que nuestro corazón se inundó. De pronto y sin previo aviso, en el 29 de octubre, nuestras calles se convirtieron en ríos, los coches se movían como si tuvieran vida propia azotados por la corriente y convirtiéndose en peligrosos misiles que destruían todo a su paso.
Estaba oscuro y prácticamente desde el balcón de casa no podíamos apreciar con exactitud lo que pasaba ahí abajo. Se oían gritos desgarradores por cada esquina, personas que se aferraban a la vida con todas las partes de su ser. Y tú, que por suerte estabas en tu casa, no podías hacer nada. «Señor, ocúpate tú de todo». Ante la angustia de no saber si uno de esos gritos podía venir de mi padre, mi vecino de enfrente, la que fue mi profesora en el colegio, o el dueño del bar que tantas veces me ha preparado las tostadas con tomate para desayunar, ante eso, solo podía rezar. «Señor, protégeles y protégenos».
Fueron horas angustiosas en las que llegó un punto en el que ni siquiera era capaz de asomarme al balcón, me dolía el corazón de escuchar los sonidos de todas esas personas que luchaban fervorosamente por mantenerse con vida, nadando a contracorriente en lo que parecía que era el medio del océano. Más de dos metros de agua embarrada sumergieron por completo las calles y ésta entraba por cualquier rendija y con una fuerza imparable a casas y garajes, llegando a hundir muchos de ellos por completo. Desde el suelo, hasta el techo.
Poco a poco, el torrente se calmó y desde el balcón pudimos ver cómo el agua perdía fuerza e iba bajando el nivel. Al principio el buzón de la casa de enfrente estaba totalmente cubierto, hasta que lentamente apareció de nuevo y todo lo que el lodo había sepultado fue dibujándose de nuevo.
Mi padre volvió a casa, helado y sobrecogido tras el episodio que acababa de vivir refugiado en lo alto de unas escaleras durante horas junto con otras 10 personas que tuvieron tiempo de ponerse a salvo en tierra firme.
Y con mucho miedo pero felices de estar todos juntos, nos fuimos a dormir deseando que a la mañana siguiente todo estuviera bien, que hubiese sido una pesadilla durante la noche.
Pero no. Había sido real y como prueba de ello, el torrente de agua había arrasado con todas nuestras calles, con el colegio al que fui durante 15 años, el centro de salud en el que me atendían cuando me encontraba mal, las clínicas de fisioterapia en las que trabajé codo con codo con otros compañeros, los bares en los que me reía con mis amigos, el gimnasio en el que podía evadir mi mente los días de más estrés y un largo etc. No quedó nada en pie. El pueblo en el que crecí y me crié, ya no existía. Iba a decir «y de repente todo se veía gris». Pero no, se veía marrón.
Con miedo bajé a la calle y sentí que me había desplazado a otro planeta, un sitio que no reconocía y en el que reinaba el destrozo, la catástrofe, el sinsentido. Las calles por las que la tarde anterior había paseado eran ahora intransitables. Montañas de coches se apiñaban en cada esquina, como si fueran de juguete y un niño enfadado les hubiera dado un manotazo y los hubiera desparramado por toda la superficie. El paisaje era totalmente devastador, parecía un campo de batalla.
No tengo palabras para describir el destrozo que tenía ante mis ojos, un escenario bélico, por lo menos. A cada paso que daba, lentamente e intentando no resbalar en el lodo que en alguno sitios cubría hasta la altura de la rodilla, sentía que me adentraba en un territorio totalmente desconocido y peligroso. La gente se había vuelto completamente loca, corría a recoger de entre el barro los restos de lo que habían sido tiendas y supermercados, como si se acercase el fin del mundo. Aunque para mi, para nosotros, fue el fin del mundo. El fin del mundo tal y como lo conocíamos. Nada iba a volver a ser como antes.
¿Y ahora qué? Pues ahora llevamos 10 días intensos en los que nuestra mente es una auténtica montaña rusa. Por nuestro corazón pasan sentimientos muy dispares, algunos que conocemos y otros que no somos capaces de identificar, ya que nunca habíamos sentido algo parecido. Llevamos 10 días despertando por la mañana intentando aceptar y asimilar nuestra nueva realidad. Intentando, porque es muy muy difícil. Pero estamos en ello.
Desde el minuto uno nos sentimos muy acompañados. Y no sólo es que lo sintamos, sino que lo estamos. Miles y miles de personas de Valencia y de todas las regiones del país se han volcado en ayudarnos de muchas maneras. Muchos se ponen el mono de trabajo, cargan escobas y palas, llenan sus mochilas de suministros y recorren a pie los kilómetros que nos separan de la ciudad para venir a ayudarnos a reconstruir nuestras calles y hogares.
Otros muchos hacen donaciones de todo tipo y nos proporcionan el material que necesitamos para poder habilitar nuestro pueblo de nuevo, mandando camiones desde todas las ciudades de España. No tenemos supermercados y sin embargo, nuestra nevera y despensa están siempre llenas. No nos falta de nada. Es realmente increíble. Toda esta gente que viene a trabajar, a servir, todo, por amor. Dios no nos ha abandonado.
El amor vence siempre.
¿Y cómo estamos nosotros? Pues primeramente y sobre todo, estamos agradecidos de estar vivos, y aunque escuchas historias de todo tipo, historias terroríficas de gente a la que se le hizo realmente difícil luchar contra el agua, son historias que gracias a Dios, pueden ser contadas. Tristemente, otras muchas no se escucharán ya que los autores de las mismas perdieron la vida aquel 29 de octubre, sepultados bajo el agua que inundó nuestros pueblos.
Tenemos un nudo en la garganta de decirle adiós a tantas personas y recuerdos.
Estamos cansados, con barro desde los pies hasta las cejas y nos pasamos los días achicando agua marrón (ya podrida y maloliente) de casas, calles y garajes.
Estamos abatidos, derrotados física y mentalmente, llevamos 10 angustiosos días trabajando incansablemente y a contrarreloj, y aún así, no se ve la luz al final del túnel.
En ocasiones nos derrumbamos y las lágrimas caen a raudales, pero también intentamos sonreír debajo de la mascarilla, cogernos de las manos enguantadas y apoyarnos mutuamente. El desastre es de tal magnitud, que no hay por dónde cogerlo. Tenemos ayuda de miles de personas, voluntarios y servicios de emergencia: bomberos, policías y militares que vienen de toda España. Tenemos maquinaria pesada para ir despejando las calles de todos aquellos recuerdos (ahora inservibles) que un día fueron hogar para alguien, y que se amontonan por doquier. Pero no es suficiente. No hay suficientes recursos para hacer frente a tanto destrozo.
Sin embargo, tenemos esperanza, entre todos vamos a conseguir que nuestros niños puedan volver a correr y jugar en las calles y parques, que nuestros mayores puedan sentarse en un banquito al sol, que nuestros colegios, centros de salud, farmacias, pequeños comercios, restaurantes y un largo etcétera, vuelvan a ser como antes. Volveremos a reír y a disfrutar de la vida. Y mientras tanto, sobrevivimos como podemos, gracias a Dios y a todos los españoles.
Fdo: Rebeca 🤍
Ver esta publicación en Instagram