Se entiende por postrimería cada uno de los cuatro novísimos o estados que le esperan al hombre al final de su vida: muerte, juicio, infierno y gloria. La tradición cristiana nos recuerda estas verdades durante este mes.
La celebración de “Halloween” (víspera de la fiesta de Todos los Santos) tuvo su origen en Irlanda y se popularizó en Estados Unidos. Aunque tiene raíces paganas, existe un propósito de recordar a los difuntos y a los santos (“Holywins”: lo santo gana). En este tiempo es habitual la representación de obras como Don Juan Tenorio de José Zorrilla, un drama religioso y fantástico.
La muerte es una realidad inevitable que los seres humanos de todas culturas han tenido presente. Somos conscientes, aunque rehuyamos afrontar esta verdad, que en algún momento seremos una de esas 155.000 personas que fallecen a diario. La esperanza de vida media en nuestro país es de 82 años, pero mueren personas de todas las edades.
Conforme cumplimos años la vida transcurre de forma más rápida. El instinto de supervivencia lleva a aferrarnos a la vida, por eso cuesta desprendernos de ella. De ahí que, ni en la juventud ni en la madurez, pensamos en la muerte, y nos privamos del bien de meditar sobre su realidad.
La muerte personal y la de las personas queridas nos produce miedo y tristeza, si lo consideramos de forma humana. Esto sucede cuando este enfoque está alejado de la fe, la muerte sería el final, porque no existe la esperanza del más allá. Resulta natural el desgarro interior que produce la separación de un familiar o amigo.
Pero sólo desde una visión cristiana se encuentra un sentido profundo a la muerte; ésta se convierte en el comienzo de una nueva vida, que, en palabras de la santa doctora abulense es “para siempre, para siempre, para siempre”, porque esta vida resulta “una mala noche en una mala posada”.
Considerar que estamos de paso, que no se halla en esta tierra nuestra morada definitiva, refleja una honda sabiduría, que nos ayuda a encontrar respuesta a uno de los mayores interrogantes de la existencia humana. Por eso, la fiesta de Todos los Santos, que hoy celebramos, nos recuerda que existe una unión real y espiritual, común-unión, entre las personas terrenas y las que están en el Cielo y el Purgatorio. De ahí que, con la muerte, la vida se cambia no se elimina; podemos permanecer unidos a las almas del Purgatorio y ayudarnos mutuamente con la oración, los sacrificios y el cumplimiento de los deberes profesionales.
La santidad no es para privilegiados: los de la puerta de al lado. Todos estamos llamados a experimentar esta maravillosa aventura. San Pablo nos aporta algunas claves, utilizando una comparación deportiva: “He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe.
Por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que han deseado con amor su venida” (2 Tm 4,7-8). Un juicio de un Padre a su hijo, con justicia, pero con misericordia: “Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! (1 Jn 3,1).
San Juan de la Cruz establece el temario del examen: “A la tarde de la vida te examinarán de amor”. El apóstol de las gentes compara nuestra vida con una carrera que requiere entrenamiento diario para superar los constantes obstáculos; como el tiempo es breve debemos aprovecharlo; necesitamos la mejor alimentación para no desfallecer: la Eucaristía; acudiremos con frecuencia a la confesión para sanar las heridas; y el descanso en la oración nos ayuda a alcanzar el objetivo.
Jesús de Nazaret promete la bienaventuranza del Cielo, la santidad, a los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, los que padecen persecución por la justicia, cuando os injurien y persigan mintiendo, como a los profetas, por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Queremos ser de los 144.000 de todas las tribus de Israel. Los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero (Ap 7, 13-14).