Sacramento

Matrimonio

Sin Autor

El sábado pasado fui a una boda en la que el sacerdote terminó el sermón diciendo: “Ojalá os améis de tal manera que los demás, cuando os vean, puedan exclamar: si estos, que son humanos, se aman así, ¿cómo será el amor de Dios?”

El sacramento (del latín “sacra”, sagrado, y “mentum”, medio, instrumento) era el juramento que los romanos podían hacer a su emperador-dios, mediante el cual recibían un sello que les acreditaba como miembros de su milicia y les comprometía hasta el extremo de matar y morir por él.

En la Iglesia Católica, el sacramento es también un sello, pero, además, es un signo que está llamado a hacer visible lo invisible. El matrimonio, todo matrimonio, en efecto, está llamado a hacer visible el amor de Dios a los hombres. El ser humano fue creado varón y mujer y, al unirse en matrimonio, manifiesta cómo Dios quiere amarnos. En la historia sagrada, Dios se ve a sí mismo muchas veces como un esposo traicionado por su esposa: el pueblo de Israel.

Fue San Pablo, en su carta a los Efesios, quien relacionó el matrimonio con la unión entre Cristo y la Iglesia, al comentar la frase del Génesis que el mismo Cristo había confirmado: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 31).

Desde la muerte y resurrección de Jesucristo, el matrimonio se transformó para los bautizados en sacramento de redención, es decir, signo que expresa el amor de Cristo a su Iglesia y medio por el que recibimos un sello especial: la Gracia (el don y fuerza sobrenatural que Cristo nos ganó en la cruz). En este sentido, el matrimonio es prototipo de todos los demás sacramentos, dirá Juan Pablo II, porque todos tienden a procurar la unión del alma con Cristo.

Pero, volviendo al deseo del sacerdote de la boda del sábado pasado, la pregunta que podemos hacernos es: ¿de qué manera amó Cristo a su Iglesia? ¿Qué es exactamente lo que estamos llamados a expresar los bautizados con nuestro matrimonio? ¿Cómo puede un tercero descubrir a través de nuestro matrimonio ese amor de Cristo a su Iglesia, a cada alma?

Ahí van algunos apuntes sobre el paralelismo del amor de Cristo a su Iglesia con el matrimonio:

    • Cristo escogió a su Iglesia, es decir, a los apóstoles, de la misma manera que un novio y una novia se escogen mutuamente, entre personas conocidas que se cruzaron en su vida.
    • Tras un periodo de verificación de su amor y aun siendo consciente de su tosquedad, sus debilidades y su falta de preparación, decidió unirse a ellos y amarles de manera total, hasta la muerte y muerte de cruz. ¿Acaso alguien estaba realmente preparado el día de su boda? ¿No nos sentíamos, como los apóstoles, frágiles e incompetentes para amar.
    • Se unió a ella en la cruz con una entrega total e irrevocable, sin vuelta atrás: “todo está consumado” fueron las últimas palabras de Cristo en la cruz. «Todos los días de mi vida», prometemos en la fórmula canónica del consentimiento.
    • Se hizo una sola carne con la Iglesia al quedarse en ella en forma de pan (eucaristía) para que cada uno de nosotros, los bautizados, pudiéramos comerle y hacerle carne de nuestra carne. El anuncio de esta osadía divina fue lo que le generó en vida más detractores y desertores. Nosotros entregamos el cuerpo en el matrimonio. Cristo entrega su cuerpo a su esposa la Iglesia haciéndose pan en la eucaristía, la cual, por esta razón, refuerza e intensifica nuestra comunión (común unión) matrimonial cada vez que la recibimos.
    • Y, por último, le infundió su espíritu (“Os conviene que yo me vaya porque si no me voy, el Paráclito -el espíritu de la verdad- no vendrá a vosotros” -Jn, 16,7). Es decir, una vez comprometido, entregado y “casado”, tras la intimidad de la unión que generó su nacimiento a la nueva vida de la resurrección (¡la nueva vida de nuestro matrimonio como realidad inédita nacida el día de la boda!), impulsa a la Iglesia a crecer en su amor, permaneciendo siempre y para siempre a su lado y haciendo cada día nueva su unión, que es exactamente lo que todos los casados estamos llamados a hacer con nuestro matrimonio: crecer también cada día en intimidad.

    Tenía razón el sacerdote: todos, pero muy en especial los bautizados, hemos de amarnos hasta tal punto que los demás puedan vislumbrar y comprender en nuestro amor el mismo amor que Dios nos tiene. Sin matrimonios que se amen para siempre, la presencia de Dios en este mundo se hace menos visible.

    Y, para conseguirlo, tenemos, por un lado, un modelo en el amor de Cristo a su Iglesia hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!, y, por otro lado, una fuente de gracia permanente en nuestro propio matrimonio como sacramento, tan vinculado a la eucaristía. ¡Qué necios y temerarios somos los bautizados cuando nos olvidamos de vivir esta verdad y de beber en la fuente de la gracia de nuestro propio matrimonio!

    Feliz fin de semana.

    Javier Vidal-Quadras Trías de Bes