Hoy proclama la liturgia que “María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los hombres”. Dios quiso adornar a su Madre con todas las perfecciones y privilegios. La Iglesia de forma precisa y pedagógica, mediante la Constitución apostólica “Munificentissimus Deus” (Benevolentísimo Dios) del papa Pío XII, definió el 1 de noviembre de 1950 el dogma de la Asunción de Virgen María en cuerpo y alma a los cielos.
Así recopila los cuatro dogmas existentes sobre la Virgen María: “La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. En más de una ocasión nos habremos preguntado cómo fueron los últimos días de la Virgen María en la tierra. No sabemos si la Virgen murió y resucitó enseguida, o si se marchó directamente al cielo, sin pasar por el trance de la muerte. Conocemos que su Hijo, Jesús, murió y al tercer día resucitó, para ascender (Ascensión) a los cielos.
Pero las Escrituras nada nos dicen de la Virgen María. Lo que sí nos relata el evangelista san Juan en primera persona, que estaba junto a la cruz de Jesús con su madre, es el testamento oral que su Hijo les transmitió: —Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: —Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 25-27).
Según la tradición, María se alojaba cerca del Cenáculo, donde se celebró la Última Cena, y allí pasó los últimos años de su vida en la tierra. Nuestra Señora se durmió rodeada del cariño de los apóstoles en una tumba preparada por ellos, cercana a Getsemaní, en el Monte de los Olivos; pero como fue llevada al cielo, el lugar permaneció vacío. Se trata de la actual Abadía de Hagia María en Monte Sion, cerca de las murallas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, antes Abadía de la Dormición de la Virgen María.
La mayor parte de los teólogos piensan, como las primitivas comunidades cristianas, que también Ella murió, pero como su Hijo, la muerte no fue fruto del pecado —¡era la Inmaculada!—, sino para asemejarse más a Jesús.
Y así, desde el siglo VI, en Oriente se celebraba la fiesta de la Dormición de Virgen: un modo de expresar que se trata de un tránsito o traslado, más parecido al sueño que a la muerte. Porque la Virgen, por especial privilegio de Dios, no experimentó la corrupción del cuerpo, al ser asunta al cielo en cuerpo y alma. Un pasaje del Apocalipsis hace entrever este final glorioso de Nuestra Señora: “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap 12,1). Hay que recordar que el autor de este libro sagrado es el mismo apóstol que tenía el encargo de cuidar de su Madre; lo cual confirma la victoria de María sobre la muerte y el pecado.
En este sentido se pronuncian los Padres de la Iglesia: Máximo el Confesor, san Gregorio de Tours, san Germán de Constantinopla, san Juan Damasceno y san Alfonso María de Ligorio. De forma poética lo expresa Lope de Vega: “Hoy sube al cielo María, que Cristo, en honra del suelo, traslada la casa al Cielo, donde en la tierra vivía. Levantad al cielo el vuelo, de Dios lo fuisteis, y Dios, por no estar en él sin vos, traslada la casa al cielo”.
Toda la creación asombrada de alegría se pregunta: “¿Quién es Ésta que va subiendo cual Aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla?” (Ct 6,10); porque el Señor ha mirado la humillación de Su Esclava. El salmo 44 reconoce a la Reina: “Hijas de reyes salen a tu encuentro. De pie, a tu derecha, está la reina, de joyas de oro fino, recubierta”.
En el Cantar de los Cantares: “Levántate, amada mía, esposa mía, y ven”. Con el júbilo de los ángeles la piropeamos: “¡Bendita tú entre las mujeres! Le pedimos a nuestra Abogada por estos pecadores, para alcanzar el cielo. ¡Madre del cielo! ¡Reina elevada al cielo! ¡Más que Tú, sólo Dios!