Este fin de semana, en una entrañable cena de amigos, salió el término “pacto” en el transcurso de una conversación irrelevante. En ese momento recordé el pacto más antiguo que se mantiene en Europa y que relaté durante la cena. El hecho es conocido como el “Tributo de las Tres Vacas” y se lleva respetando desde el año 1375, entre los vecinos del Valle de Baretous de Aquitania y los del Valle del Roncal en Navarra. Todo empezó con una contienda que hubo entre los baretoneses, que ayudados por los címbrios atacaron a los roncaleses. El valle de Baretous se comprometió de forma perpetua, en concepto de perdón y pago, a entregar tres vacas pirenaicas cada año a los vecinos roncaleses. Esta tradición se mantiene hasta nuestros días, aunque ha evolucionado conforme a los tiempos.
El motivo de haber comenzado con ese singular acontecimiento ha sido con la intención de hacer resaltar el valor de un pacto, cosa que si hoy en día llevásemos a la práctica, nos ahorraría cantidad de problemas cotidianos y a mayor escala muchísimo más. Pero claro está, que el pacto debe estar basado en el diálogo como figura esencial del entendimiento. Decía Platón que el aprendizaje ha de invitar a pensar con él, es decir, no valdría con que fuese de profesor a discípulo, sino como intento en conjunto de buscar el saber. Una vez que se hubiese adquirido el conocimiento tendríamos la capacidad para cumplir con ética los pactos.
¿Qué pacto más sincero hay que el que cumple un sacerdote con un feligrés en el acto de la confesión?, ¿o el de un buen amigo escuchando el problema que otro le cuenta? Este tipo de pactos de confidencialidad tácita, no necesitan ningún contrato que firmar, están basados en la sinceridad y la honestidad, para lo cual sobran las medidas contractuales.
¿De qué sirve un contrato si las partes contratantes no están por la labor de cumplirlo? Es necesaria la voluntad para que un tratado se lleve a cabo. Sin la educación necesaria en este sentido, nunca será posible cumplir un pacto, es decir, la fidelidad con un compromiso adquirido no se puede poner en duda. Este es uno de los retos al que se tienen que enfrentar los docentes a diario, y no digo que no lo hagan, si no que el trabajo es arduo porque la sociedad, y en concreto la familia, muchas veces no ayuda.
Ahora bien, no valdría un pacto que pretendiese engañar, o que contase propuestas a medias, como ejemplo valga el del comerciante que al vender una mercancía al comprador y, una vez fijado el precio le da la mano y le dice: le habría vendido el producto por mucho menos, a lo que el comprador responde: y yo se lo habría comprado por mucho más. En estas condiciones el pacto comienza mal e inevitablemente acabará peor.
Por lo tanto, y llegado este punto nos tendríamos que preguntar ¿qué es lo que haría falta para que un pacto saliese adelante? Como respuesta, deberíamos practicar la defensa de la dignidad de la persona, sin amenazas externas de ninguna índole; fomentar el hacer valer nuestros derechos y los deberes que debemos cumplir; la defensa del bien común y el compromiso de preferencia hacia los más vulnerables; promocionar la igualdad y la fraternidad para conseguir la paz y la justicia. Si a lo anterior sumásemos el derecho de las personas a crecer en una familia y desarrollarse en una sociedad, creo que tendríamos la fórmula infalible para que la palabra -el pacto- se cumpliese y las relaciones mejorasen de forma considerable. Ni que decir tiene, que la suma de lo expuesto en este párrafo no es más que un resumen de lo que promueve la Doctrina Social de la Iglesia.
José Carlos Sacristán