A lo largo de los años nos hemos dedicado a profundizar en la falsa disyuntiva entre fe y razón, que con dedicación se han encargado de desmentir en los años recientes los últimos pontífices. San Juan Pablo II recoge en Fides et Ratio el testigo de la encíclica de León XIII AEterni Patris, que quiso restaurar la filosofía cristiana conforme a la doctrina de Santo Tomás de Aquino y en la que dejaba por escrito la importancia de la razón sin caer en el racionalismo: la filosofía no tiene la capacidad de arrancar al hombre todos sus errores.
La restitución de la dignidad primitiva del hombre no se ha llevado a cabo «con las persuasivas palabras de la humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu y la virtud» (Cor 2, 4). Empleada como es debida, la razón puede allanar el camino a la fe. Por ese motivo, dice León XIII, la razón fue llamada por los antiguos «ora previa institución a la fe cristiana», «ora preludio y auxilio del cristianismo», «ora pedagogo del Evangelio».
Juan Pablo II, en el saludo introductorio de Fides et Ratio, ya se adelanta para afirmar que éstas, la fe y la razón, «son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo».
Benedicto XVI es el último en conciliar ese marco, ofreciendo a lo largo de sus escritos la fuerza intelectual presente en la fe cristiana. Si bien su entera obra es, implícitamente, una demostración titánica de la razón subyacente en la creencia de un Dios vivo (siguiendo las máximas de los primeros cristianos), la idea nuclear de su mensaje es un salto al misterio y, en cierto modo, a lo místico.
Por antonomasia, lo razonable es todo aquello comunicable (independientemente de su dificultad) y, por tanto, de alcance universal. En el centro de la fe católica, lo más importante, lo que se yergue sobre todos los dogmas y teorías es el encuentro personal con Cristo. Esta es la síntesis que nos ofrece el entonces cardenal Joseph Ratzinger en su Introducción al Cristianismo.
Pero un encuentro con Cristo no es una conclusión racional, no es el último estadio de un proceso lógico al cual llegar por mérito propio. Afirmar esto sería reducir a Dios a una idea que el mismo hombre pueda asir y explicar, un Dios hecho a medida del hombre. Precisamente porque Dios es una realidad que trasciende nuestra capacidad de comprensión y a la cual nosotros no podemos llegar por nuestros propios medios, necesitamos que sea Él el que se abaje hasta su criatura.
El mismo Ratzinger desmenuza el encuentro de Cristo con Pedro, roca fundacional de su Iglesia. A la triple negación de Cristo, ahora Pedro contraataca con la triple confirmación de Cristo (Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo). En este pasaje escrito en griego, cuenta el pontífice alemán, debemos reparar en los términos originales y su significado.
Nos basta saber que predominan la escena dos verbos relativos al amor: agapan (amor pleno y desinteresado de Dios a los hombres) y philein (propio de la amistad y, por tanto, débil e imperfecto). Dirigiéndose a Pedro, Cristo le pregunta hasta en dos ocasiones si le ama (el verbo utilizado en sendas ocasiones es agapan [agapas me?]). Respectivamente, Pedro responde utilizando el verbo philein. Esto es: Pedro, ¿me amas con la incondicionalidad con la que yo te amo? Y la respuesta no es otra que: Señor, te amo con lo poco que soy. No podemos obviar el hecho de la reciente herida de Pedro, que recuerda su triple traición. Sin embargo, Cristo pregunta una tercera vez. Y en esta ocasión ya no se remite al amor perfecto de Dios, sino al pobre y miserable amor del hombre [phileis me?]. A lo que Pedro responde de nuevo de la misma manera: con su imperfección.
Llegados a este punto comprendemos que nuestros medios son incapaces de nada verdaderamente digno y que en nuestro camino del amor a Dios siempre hay tropiezos. Nada de esto es motivo de pena, pues Cristo se rebaja a este amor tan frágil (phileis me?) y nos dice: Si es este tu todo, aunque sea pequeño, dámelo todo.
Este abajamiento de Dios al hombre se produce de una forma totalmente ajena a nosotros. Se trata del encuentro personal con Él, al que nos referíamos anteriormente. Es una aproximación que puede tildarse de mística porque es una vivencia singularísima, indecible. Un instante único de comprensión. Una experiencia inefable para con los demás y que ni siquiera yo puedo expresar.
Podemos comprender por qué Cristo mandó guardar silencio a tantos que había sanado: Tu «compartir» no será comprendido, tus palabras no hacen justicia al suceso que acaba de producirse en ti.
De este modo podemos hablar, a mi modesto juicio, de la pequeña gran mística presente en la entera obra teológica, fenomenológica, de Ratzinger.
Toni Gallemí