La Pasión y Resurrección de Jesucristo son reflejo de verdadera vida y amor; una llamada a vaciarnos de todo aquello que no nos deja parecernos al que derramó su sangre por cada uno de nosotros. Jesús Crucificado se agarra con firmeza a la Cruz para dejarte ser en Él y dar fruto: “el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante” (Jn 15, 5).
No sería honesto si dijera que no me cuesta descifrar cómo, detrás de tanto sufrimiento, se encuentra la mayor Gloria y Victoria de la historia. Cuando mi entendimiento, limitado, no llega a dar sentido a tantas cosas, es el Señor, desde la Cruz, quien me muestra su vocación al amor. Por lo tanto, yo, siendo imagen y semejanza suya, que he sido llamado por mi nombre, me invita a dejarme ser amado y amar sin condición.
Ese deseo que tengo de disfrutar sin límites del amor de Dios hace que diga que no hay otra manera de vivir la Pascua que no sea desde la esperanza e ilusión. El tiempo de Pascua es una verdadera y humilde invitación a destapar la pobreza y debilidad de nuestros corazones en la mayor intimidad con el Señor.
Para mí, la clave de vivir la Pascua con alegría es adentrarse en el corazón de Jesús, sin despegar la mirada del crucificado, quien te invita a entrar en lo más profundo de su amor, de su corazón, para ser con Él uno, como Él es uno con el Padre (Jn 17, 21).
Mirar a Cristo crucificado es aceptar que soy su hijo amado, que valgo su sangre y que no puedo vivir de otra manera que con alegría por tener la suerte de tener un padre que me ha pensado y me ama tal y como soy.
Es por ello, que el tiempo de Pascua, solo puedo vivirlo con una tremenda alegría y a la espera, pues es el amor de los amores quien llega a través de su Espíritu Santo.
Juan Rodrigo Ramos