Esta Semana Santa estuve un par de días en Roma, impartiendo dos talleres en el marco del UNIV 2024, un “encuentro internacional de jóvenes universitarios que buscan profundizar en su fe, en su vida y dar sentido a su trabajo”, tal como ellos mismos se definen.
Mi taller trataba sobre sexualidad y, claro, surgieron algunos temas inevitables cuando se habla de sexualidad, como la intimidad y el pudor, de los que ya he escrito en otras ocasiones.
Aristóteles explicaba que la vergüenza o el pudor surgen cuando algo de nuestro ser se desequilibra, se escapa de nuestro control y perdemos la armonía que nos da nuestra condición de seres racionales. Por ejemplo, cuando tenemos un ataque de ira incontrolada y nos salimos de nosotros mismos, sentimos vergüenza y nos vemos impelidos a pedir perdón por el daño que hayamos podido hacer a los demás o a nuestra propia dignidad personal.
En el taller, nos centramos más en otros temas y no nos dio tiempo de profundizar sobre el pudor como salvaguarda de la intimidad personal, hoy en día bastante amenazada. Existe una tendencia a exhibirse, a estar pendiente de la aprobación pública, en especial en las redes sociales, que amenaza con desequilibrar a la persona.
Mucho antes del auge de las redes sociales, en el año 1991, en una conferencia titulada El significado del pudor, Leonardo Polo alertaba de esta tendencia a la exhibición: “en este sentido, el incontinente transforma su propio ser en un escaparate. Es como si dijera: «aquí estoy para cualquier éxito. Me alquilo» por eso es justo decir que está arrojado a una existencia cosificada”.
Una de las características que se han atribuido a la belleza es la armonía. El ser humano es intimidad y, desde esa intimidad, integración, armonía. Cuando se desequilibra y se dispersa exhibiendo de manera impúdica solo ciertas facetas de su persona, pierde belleza y densidad.
Por eso puede afirmar Polo que “lo brillante es la destrucción de lo bello”. La auténtica belleza de una persona no se encuentra en los brillos muchas veces hipertrofiados que muestra en Instagram, Tik tok o Youtube, donde parece arrojar a la superficie trozos de su ser. Quien así actúa parece no confiar en su propia intimidad ni ser capaz de refugiarse en ella, como si solo confiara en sus roles públicos o en los efímeros brillos de una pantalla.
El problema no consiste en estar en las redes -todos lo estamos de alguna manera-, sino en cómo estamos en ellas: ¿estamos integrados, armonizados, como personas enteras, o nos mostramos como cosas, como partes de nosotros mismos para que los demás puedan utilizarnos o sean utilizados por nosotros? ¿Queremos brillar o queremos mostrar la belleza?
Normalmente, lo bello procede de la intimidad, aquel núcleo íntimo de la persona que nos da armonía y equilibrio. Cuando se desencaja y buscamos solo placer, éxito, dinero, poder…, tendemos a exhibirnos como un objeto en un escaparate y a buscar solo la complacencia que nos hincha como personas y alimenta nuestra vanidad.
Nos queda entonces una inevitable sensación de vacío porque, como advierte el mismo autor, el que así se exhibe parece que pretenda emplearse entero en un instante y acaba vaciándose por dentro, al desconocer que el ser humano no se puede agotar en una o varias entregas, sino que se proyecta para siempre.
La intimidad es la única verdad en nosotros mismos que tiene un sello personal, exclusivo e irrepetible, y no se puede rebajar a un reel, una foto o un comentario brillante. Solo se puede entregar a quien quiera comprometerse a ofrecer la suya a cambio. Lo brillante suele ser efímero. Lo bello es duradero e intenso. Cada vez más intenso, como atestiguan tantos matrimonios que han sabido cuidarla y entregarla a la única persona que merece recibirla y se ha comprometido a tutelarla.