El dolor, el sufrimiento, es una constante en la vida de todo ser humano. En ningún lugar de la tierra, ni en ninguna situación de vida, el hombre, está a resguardo de toda posibilidad de sufrir. El dolor además afecta a los tres planos del vivir humano: físico, psíquico, espiritual; y con relativa frecuencia incide a la vez en los tres.
El dolor físico, la enfermedad, comporta casi siempre un sufrimiento psíquico: los nervios disparados, las angustias, la pena, la incomunicabilidad. Y, a la vez, no es raro que los sufrimientos psíquicos y físicos lleguen acompañados de dolores espirituales como la desesperanza, los sentimientos de culpa.
Instintivamente, el hombre rechaza el dolor, y ante la imposibilidad de comprenderlo, la primera reacción es la de apartarlo, como si el dolor no fuera con él, no existiese, o como si se tratara de un añadido a su vida del que se puede fácilmente prescindir.
Esa actitud empobrece al hombre. Ante una realidad tan cercana a todo ser humano, vale la pena pasar el mal trago de no cerrar los ojos, y abrirlos de par en par con el fin de tratar de encontrar una respuesta a la pregunta sobre el papel que puede jugar el sufrimiento en la vida de cada ser humano. Ese mal trago, además, servirá para superar el más lacerante sufrimiento para el cuerpo y el espíritu: un dolor vacío de contenido es insoportable, por ser absurdo; y enfrentarse con lo absurdo es la causa de mayor angustia para la inteligencia humana.
En un plano de vida natural humana, es corriente la afirmación de la utilidad del dolor para la madurez y la grandeza del hombre, y la ayuda que supone para que la inteligencia amplíe siempre más los horizontes. J.J. López Ibor escribe: «El dolor puede vulgarizar o ennoblecer según como se soporte. El dolor es, además, fuente de conocimiento; por esta capacidad que tiene el hombre de enfrentarse consigo mismo, de dialogar consigo, su propio dolor le descubre honduras de su corporalidad y riquezas de su vida espiritual… Al dolor se le deben grandes momentos de la creación artística y científica».
Otros piensan que el sufrimiento puede ayudar incluso a descubrir el sentido de la propia vida. Viktor Frankl escribe: «Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la aptitud que adopte al soportar su carga».
Si todo el mal del sufrimiento encierra solamente estos bienes, tengo la impresión de que la riqueza del dolor es paupérrima. Pienso que ningún ser humano, y con razón, estaría de acuerdo en que su vivir en la tierra se ha de limitar a sufrir, sin más, por el mero hecho de sufrir.
Nos encontramos sin embargo ante un reto que plantea el mismo sufrimiento, y que obliga a la inteligencia a ir más allá de la naturaleza humana, si anhela penetrar el misterio que el dolor comporta.
López Ibor saca también las mismas consecuencias de sus observaciones clínicas: «En la experiencia de la angustia se sitúa el encuentro a lo incógnito que supone la misma finitud. El hombre es una naturaleza encarnada, y la encarnación asienta en el contraste irresoluto entre lo limitado del cuerpo y lo ilimitado del espíritu. No hay solución racional a este problema, sino el salto a la trascendencia. La vida no se explica nunca por sí misma. Si la vida se explicase por sí misma, no aparecería injertada en su misma esencia la enfermedad que es el rastro de la no vida… La enfermedad revela al hombre hasta qué punto se halla implícita en sus plasmas la necesidad de trascender».
Esto quiere decir, en primer lugar, que el sufrimiento no tiene un sentido en sí mismo. Hay personas que ven en el dolor el castigo por un mal cometido; un castigo que podría provenir de alguna fuerza oculta, o del mismo Dios. Es cierto que, visto en general, no cabe separar el sufrimiento que hay en la tierra «del pecado de origen, de lo que san Juan llama «el pecado del mundo», del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hombre» (Juan Pablo II).
Y a la vez es también cierto que ya en el libro de Job queda claro que no se puede vincular el dolor a un pecado. Como Job, son muchos los inocentes que sufren, entre otros, los niños con cáncer. El sufrimiento de un ser humano no tiene necesariamente su origen en un pecado propio o ajeno. El dolor de un hijo no es consecuencia del pecado de los padres.
Y en segundo lugar, podemos al menos comprender que el dolor es un reto que fuerza al hombre a salir de su aislamiento y a medirse con los demás hombres y con Dios. El sufrimiento nos descubre que los hombres nos necesitamos los unos a los otros; y el medirnos con Dios, dentro de la fe cristiana, lleva a referirnos más concretamente a Cristo, Hijo de Dios y Hombre. Nos situamos así en la perspectiva total de nuestra vida.
«El dolor llega a ser la huella quasi-física de la realidad sobrenatural»(Joan Villar). Quizá también se encarnó Cristo para hacernos comprender el sentido del dolor; pero su explicación definitiva no está en que Él mismo padeció, sino en que Resucitó, y con su Resurrección abrió una nueva existencia en la que el dolor tiene un cierto sentido. Es la transformación del sufrimiento en alegría y en paz
¿Cómo es posible? Ciertamente no es fácil en esta tierra, y sólo es definitiva en el cielo. Una madre se olvida de todo el dolor sufrido cuando ve a su hijo sano y recuperado de su enfermedad, y llega a convertir en alegría el llanto por su hijo, ante el anuncio de que el tumor ha sido extirpado. Esa alegría es, de alguna manera, el anuncio de la Resurrección que «hace nuevas todas las cosas».
Cuando la enfermedad sigue su curso, el sufrimiento se hace más arduo de compartir; quizá en algunos momentos la madre consigue estar serena y dar un poco de paz a su hijo, más adelante alcanza a ver que compartiendo el dolor, ayuda a otras madres y a otros enfermos a vivir su enfermedad; y quizá llegue a comprender que el mismo Cristo comparte el sufrimiento de su hijo, y en la enfermedad lo prepara para la resurrección.
Visto con esta perspectiva, el sufrimiento se sitúa en el orden de la definitiva creación donde será extirpado «todo llanto y crujir de dientes». Juan Pablo II lo dice con estas palabras: «El misterio de la redención del mundo está arraigado en el sufrimiento de un modo ciertamente grandioso e incomprensible, y el sufrimiento a su vez encuentra en el misterio de la redención su supremo y más seguro punto de referencia».
Ernesto Julia
Publicado en Religión Confidencial