Resulta admirable la actitud de Jesús de Nazaret con las mujeres. Fue uno de los más firmes defensores de su verdadera dignidad, pese a la mentalidad adversa del entonces pueblo judío. Aunque los doce apóstoles eran hombres, los Evangelios recogen cómo era su trato con las diferentes mujeres. Él mismo lo aprendió desde pequeño, al verlo reflejado en la delicadeza y respeto que dispensaba José a su madre la Virgen María. Por eso, su forma de actuar chocó con las costumbres culturales de su época, sorprendiéndose, incluso sus discípulos, al encontrarle hablando con alguna mujer.
Así sucedió en una ciudad de Samaría que se llamaba Sicar, junto al pozo de Jacob, donde Jesús se encontraba reponiendo fuerzas. Entonces se acercó una mujer samaritana para sacar agua, y Jesús inició un entrañable diálogo con ella: Dame de beber. La mujer samaritana se sorprendió de que un judío se dirigiera a ella, porque entre judíos y samaritanos existía una profunda aversión. Jesús superó los convencionalismos sociales para entablar una conversación redentora. Le adivinó todo lo que había hecho: había tenido cinco maridos y el de ahora no era marido suyo, y le reveló que era el Mesías. El agua significa la gracia y los sacramentos de Cristo. También se deduce la universalidad e igualdad de la salvación para hombres y mujeres, sin distinción de sexos, razas o culturas. La propia samaritana, al conocer el don de Dios, se convierte de pecadora en discípula suya.
El segundo personaje femenino consigue la verdadera liberación por parte de Cristo. Jesús es invitado a comer en casa de Simón el fariseo. Éste duda del Señor porque no concebía, en su puritanismo hipócrita, que una mujer pecadora se acercara a la mesa y se pusiera a bañar los pies con sus lágrimas, los enjugara con sus cabellos, los besara y los ungiera de perfume. Si éste fuera profeta —pensaba— sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: una pecadora. Jesús recrimina al fariseo que esta mujer pecadora presenta mayor dignidad que él; porque no le bañó los pies, ni le besó, ni ungió la cabeza. Por ello, le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho.
La tercera figura femenina es una mujer sorprendida por los escribas y fariseos en flagrante adulterio en Jerusalén. Le interpelaron al Maestro ¿tú qué dices?, porque según la ley de Moisés manda lapidar a estas mujeres; pero se lo decían para tenderle una trampa saducea, porque tanto si era permisivo como si fuera estricto le querían comprometer y pillarle en esta cuestión legal y teológica. La mujer adúltera les importaba más bien poco, pues le infligieron un trato injusto y degradante; no llevaron al otro hombre implicado —tan responsable o más—, como prescribía el Deuteronomio y el Levítico. La respuesta fue magistral: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. Empezaron a marcharse uno tras otro. Quedó Jesús con la mujer sola y le dijo: ¿Ninguno te ha condenado? Ninguno, Señor. Pues tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más. A Jesús le interesaba la redención de aquella persona más que su pecado.
Pone de manifiesto la discriminación de la mujer frente al dominio masculino, porque ellos son colaboradores necesarios de embarazos no queridos, de abortos y del abandono de la mujer; los promotores de negocios corruptos que cosifican y banalizan a la mujer mediante el placer y la explotación. Es más, Jesús viene a reformar la imperfecta ley mosaica, que permite al hombre repudiar y despedir a su mujer por cualquier motivo.
El Maestro explica que entonces estaba permitida por la dureza de su corazón; pero que comete adulterio quien repudie a su mujer, salvo en caso de fornicación. Esto le lleva a exponer la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, que desprotegía a la mujer en aquella sociedad de dominación masculina, recordando que, al principio, por el pacto conyugal no eran dos, sino una sola carne. Con el devenir de la cultura en la historia, se han invertido injustamente las tornas en la actualidad. La ideología feminista, en lugar de promover la igualdad en dignidad, pretende imponer un escenario de supremacía sobre los hombres. Pero una injusticia —la que entonces denunciaba Jesús de Nazaret— no se soluciona con otra injusticia.