Muchas veces vemos a los grandes santos y nos parecen lejanos. Quizás inalcanzables porque no los hemos acabado de conocer. No hemos leído mucho sobre sus vidas e ignoramos que también tuvieron luchas. Que no nacieron santos. Los fue haciendo así Dios.
Uno de éstos es Santa Teresa de Ávila; una bomba atómica en el siglo XVI. A los amantes de las mujeres con carácter e influyentes; mujeres que cambiaron la sociedad, les invito a leer su vida.
Pero la santa de Ávila no nació así. Es más, durante muchos años, fue una “mosquita muerta”. También en el ámbito de su propia vida espiritual. Es verdad que entró joven en el convento. Cara a la sociedad era una chica piadosa, una buena chica… pero en su interior ella veía que no. No era eso, no era así, no era quien quería ser.
Escribe sobre esos años: “Buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese la vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme pues tantas veces me había tornado a Sí y yo le había dejádo” (Vida 8, 12).
Una monja que no tenía vida. Así se ve a sí misma. Hasta que un día pasó algo. Santa Teresa también tuvo su clic. Un momento que cambió algo en su interior… y desde entonces todo fue distinto.
Se encontró con una persona herida por amor.
Dejemos que lo cuente ella: “Acaeciome que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y me arrojé hacia Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle” (Vida 9, 1).
En ese momento llevaba casi 20 años de monja “deseando vivir, pues bien sabía que no vivía”.
Teresa tuvo otros momentos que la habían animado a convertirse. Cuando comulgaba se imaginaba a la pecadora a los pies de Jesús. Leyó las confesiones de san Agustín que también le produjeron un impacto fuerte y la conversión de san Pablo… pero “esta vez de esta imagen que digo [la de la imagen del Cristo muy llagado], parece me aprovechó más, porque estaba ya muy desconfiada de mí y puse toda mi confianza en Dios”.
¡Cómo nos ayuda ver a Cristo en la Cruz! No porque nos guste el sufrimiento, lo gore. No porque nos guste verle sufrir… sino porque nos mueve el amor que vemos en su sufrimiento. En la Cruz Él dice sin palabras lo que predicó con ellas: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.
Dice sin palabras: mi amor por ti es una locura. ¿Quién te quiere a ti? ¿Alguien es capaz de sufrir así por ti? ¿de entregarse así por ti, por tu felicidad?
Mirar a Jesús y rezar así: “Tú, alma mía, –recomienda Fray Luis de Granada- procura hallarte en este espectáculo tan doloroso y, como si ahí estuvieras presente, mira con atención la figura con que salía a vista del pueblo este Señor que es resplandor de la gloria del Padre y espejo de su hermosura.
Mira cuán avergonzado estaría Jesús allí en medio de tanta gente con su vestidura de escarnio, con sus manos atadas, con su corona de espinas, con su caña en la mano, con el cuerpo todo quebrantado y molido de los azotes, y todo encogido, afeado y ensangrentado.
Mira cómo estaría aquel divino rostro: hinchado con los golpes, afeado con las salivas…».
Miramos a Jesús en la Cruz. «Ecce homo!. El corazón se estremece al contemplar la Santísima Humanidad del Señor hecha una llaga.
Mira a Jesús. Cada desgarrón es un reproche; cada azote, un motivo de dolor por tus ofensas y las mías”.
Los cristianos de todos los tiempos han mirado a Cristo en la Cruz y han entendido el amor de Dios y la sed de Dios por mi amor. Fernández Carvajal lo explicaba así:
“¡Cómo le quería!, comentaron los judíos en Betania al ver al Maestro llorar ante Lázaro, su amigo muerto desde hacía cuatro días.
Y los ángeles, al contemplar a Jesús en la cruz, en este estado tan lastimoso, exclaman: ¡Cómo les quiere!
¡Cómo nos quiere ahora! ¡Cómo me quiere!, podemos decir con verdad cada uno.
Miramos a Jesús y Él nos mira. … ¿Cómo le vamos a negar algo que nos pida, si todo lo sufriste por mí? ¿No le ofreceremos nuestro dolor y nuestros padecimientos para que los una a los suyos? ¿Preferimos la queja, la protesta, la rebeldía, el enfado?”. Seré incapaz de negarte algo.
Miremos despacio a Cristo en la Cruz.
«Poned los ojos en el crucificado –aconsejaba santa Teresa–, y todo se os hará poco». Todo se os hará poco… todo menos tu amor Señor, que es inmenso… tu amor inmenso que quiero alimente el mío.
Mírale en la Cruz, con San Josemaría: “Ya está en lo alto… —Y, junto a su Hijo, al pie de la Cruz, Santa María (…)
Le ofrecen antes vino mezclado con hiel, y habiéndolo gustado, no lo tomó. Ahora tiene sed… de amor, de almas.
—Todo está consumado.
(…) mira: todo esto…, todo lo ha sufrido por ti… y por mí. —¿No lloras?”.
Imagen: Stmo. Cristo de la Expiración. «El Cachorro» (Sevilla)