Mi nombre es Enrique Bardisa, tengo 26 años y soy de Málaga. Soy una persona bastante alegre y proactiva, soy bastante sociable y me gusta el deporte; una persona bastante ¨normal¨. Pero normal, normal no somos ninguno.
De pequeño he sido siempre bastante equilibrado entre lo que se esperaba de mi y lo que yo quería hacer, he tenido una familia muy estructurada y una vida muy tranquila. Mi relación con Dios en aquella época, no voy a mentir, sin más; a ti te dicen que está por ahí y tú te lo crees. No tenía problemas y no necesitaba de Él, o más bien eso me creía; su existencia o no, no me afectaba mucho. He estado en colegios católicos e iba con mi familia todos los domingos a misa. Pero como a muchos en la sociedad actual según se acerca nuestra mayoría de edad ese fueguecito que se nos inicia en la infancia se nos va a apagando.
A mis 17 años me detectan un linfoma de Burkit, un cáncer de sangre, una noticia que arrasa con mi vida en aquel momento. Era una persona muy deportista y estaba en plena salud física, pero unos meses de malestar raros provocaron que mi santa madre, y sí mi madre es santa, se agobiase y me llevasen a la CUN (Clínica Universitaria de Navarra) donde lo que parecía un resfriado mal curado se transformó en la oveja negra de las enfermedades.
La noticia fue muy contundente, sobre todo la forma de enterarme. Después de las pruebas, sin darle más importancia, regresé al colegio como cualquier otro chico pero ya no iba a ser más como cualquier otro chico. Cuando llamaron a mis padres y les dieron los resultados, yo me encontraba en el colegio, con la mala suerte que en la cadena del teléfono escacharrado mi tío, el hermano pequeño de mi padre, sin saber mi desconocimiento me envió un mensaje de animo antes de que mis padres pudiesen darme ellos la noticia.
Yo me encontraba en clase y mi único pensamiento en mi cabeza era: ¨ ¡Mis padres!, ¡Qué horror! ¿Cómo le dices a tu hijo que tiene un cáncer?, que puede ser que se muera¨. No es natural que un padre deba pasar por eso, era un niño. Pero mi agobio era ellos, ellos y la gente que quería. No me había parado a pensar mucho en mí.
Llegué a mi casa y aquí tengo una de las principales experiencias de Dios, fui al cuarto de mis padres y con una entereza que no es mía les dije que ya lo sabía, que no se preocupasen, que todo iba a salir bien, que en el fondo de mi corazón en ese momento sabía que iba a ir bien.
Después de abrazarlos con mucha entereza me fui a mi cuarto y yo solo empecé a llorar, llorar mucho hasta agotar las lágrimas. Digo que es una experiencia de Dios porque cada vez que lo cuento las emociones me vuelven de ese instante y alguna lágrima se me salta, pero ese día delante de mis padres estuve sereno, estuve fuerte, o más bien Dios me dio esa fuerza.
La enfermedad comenzó y fueron duros meses de pelea, pero eso me acercó a mi familia y saqué de una experiencia tan traumática cosas tan buenas que solo podía ser de Dios hacer del dolor cosas tan maravillosas. Aunque parezca excesivo yo terminé mi enfermedad y acabé dando gracias. Pero quizás lo que para mi era una lección de vida suficiente para el que manda no lo era del todo.
A los dos años de terminar con el linfoma, en una revisión rutinaria, me dicen que algo va mal en la analítica y que me tienen que hacer unas pruebas extra. Al parecer, al haber sido un chico tan sano y deportista, se saltaron los protocolos de quimioterapia y ese exceso de quimio provocó una leucemia mieloblástica aguda.
Esta vez mi raciocinio no fue tan favorable hacia la existencia de Dios. Mi enfado o decepción eran tales que tenía que desechar la idea de que Dios me quisiese o simplemente existiese, ya había tenido mi prueba, ya había aprendido la lección, me decía: ¨¿A qué venía otra vez esto?¨
Mi mayor agobio volvía a ser mis seres queridos. Recuerdo salir de la consulta y decirle a mi padre: ¨Lo siento, siento ser el causante de tanto dolor¨. Mi padre que es bastante rudo se le saltaron las lágrimas y me dijo que no era culpa mía. Pero por mucho que me lo dijesen yo solo veía cómo hacía daño a mis seres queridos, lo cual me torturaba. Por lo que decidí sufrir en silencio, pero no por orgullo, sino por amor. Y sin saberlo no lo estaba haciendo por mí, lo estaba haciendo por Dios, porque Dios es amor y entonces lo hacía por Él. Y la fuerza del amor es infinita por lo que, al final, de tanto fingir estar bien se empezó a convertir en mi propia realidad.
Tuve tantos detalles de Dios en mi vida en esa época que me ha costado ver con el tiempo, y los que aún me faltarán por descubrir. La realidad es que hace seis años que me trasplantaron la medula de mi hermana y desde entonces cuanto más he buscado a Dios más fuerte me he hecho, más salud he recuperado; me considero un milagrito andante después de todo lo que he pasado y la salud que tengo.
Un día escuché en el testimonio de un chico que el hecho de que él estuviese vivo era un regalo y que esa segunda oportunidad, ese regalo tan grande, la única forma de corresponderlo era compartiéndolo. Ese día me retumbó tanto en mi cabeza que me hizo escribir mi historia, para poder dar a conocer a Dios a través de mi experiencia.
Enrique Bardisa