Cuenta Stefan Zweig en «El mundo de ayer» que antes de la Primera Guerra Mundial no hacía falta pasaporte para viajar de un país a otro: «Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; antes de 1914 viajé a la India y a América sin pasaporte y en realidad jamás en mi vida había visto uno» (Acantilado 2001, p. 514). Viene esta cita a mi memoria ante la creciente preocupación en la Vieja Europa ante el continuo flujo de inmigrantes en busca de un futuro mejor.
Quieren reforzar las vallas, pero más bien lo que hay que hacer es mejorar los puentes. A mí me gusta recordar el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948): «1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. 2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país».
Comprendo que los Estados pueden y deben regular y organizar la inmigración. Copio del Catecismo de la Iglesia Católica que es muy claro y equilibrado en esta materia:
«Las naciones más prósperas tienen obligación de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Los poderes públicos deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben.
Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas».
Como es sabido, los inmigrantes, tanto en los Estados Unidos como en España, son un elemento clave para la prosperidad del país: constituyen una fuerza de trabajo y de consumo importantísima. Pero esta no es la razón principal. Todos los seres humanos tienen derecho a la libre circulación por todo nuestro planeta.
Barcelona, 15 de febrero 2024
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* Jaime Nubiola es profesor emérito de Filosofía, Universidad de Navarra (jnubiola@unav.es).