¿Ayunar para adelgazar o ayunar para amar? Lo primero parece estar muy bien visto, bastante de moda e incluso recomendado por muchos médicos, nutricionistas, y entrenadores a día de hoy. ¿Lo segundo? Le llueven críticas a la Iglesia por “estar anticuada”, “ser masoquista”, “imponer algo totalmente absurdo e inútil”, “quedarse en la tradición sin evolucionar hacia la actualidad”…
Pero hoy, Señor, me encantaría dar un poco de luz acerca de la belleza y la profundidad que esconde el ayuno al que se refiere la Iglesia, y al que nos invita en esta Cuaresma que ahora comenzamos.
Para empezar, resulta esencial partir de que Dios nos ha creado con cuerpo y alma, no solo con alma, a pesar de que podría haberlo hecho así, sino que quiso darnos un cuerpo. Y no solo ha querido nuestro cuerpo, sino que también Él quiso uno al encarnarse en la Virgen María. Para Dios, nuestro cuerpo es importante, tan importante que Él mismo lo elevó a la condición de “templo del Espíritu Santo” (1 Co 6,19).
No es simplemente un medio para hacer cosas materiales, algo inevitable que había que aceptar; sino que es un regalo querido por Dios, algo que Él ama infinitamente y que quiere que nosotros también lo amemos y cuidemos. Tanto es esto así, que el mismo Jesús nos anunció que Dios resucitará nuestro cuerpo en el último día (Rm 8,11).
Así pues, nuestro cuerpo es querido y amado por Dios. ¿La razón? La dejamos para otro momento, ahora bastará con saber que siendo tan importante y tan querido, no resulta indiferente lo que hagamos con él. No le es indiferente a Dios que lo maltrates, que no lo cuides ni lo quieras, que le des un mal uso… todo esto le entristece; pero también lo hace el hecho de que lo idolatres, de que vivas por y para él, de que acabe dominando tu voluntad y matando tu vida espiritual.
Dios quiere que el cuerpo y el alma vivan en unidad para el Amor; en una sana sintonía y armonía, sin rechazarse el uno al otro, y sin hacerse mal. Pero el pecado vino a destruir dicha unidad, y debido a él nuestro cuerpo muchas veces desea cosas que hacen mal a nuestra alma. No es que haya una contraposición del uno contra el otro por naturaleza, por naturaleza hay unidad, pero por el pecado hay confrontaciones a veces.
Con el ayuno -entre otros medios- podemos aproximarnos un poco más a esta unidad, y obtener otros muchos beneficios que van fortaleciéndonos en santidad.
El primero de ellos, es que nos hace encontrarnos frente a frente con nuestra debilidad, y esto -aunque suene paradójico- ¡es una maravilla! Que a día de hoy haya algo que te coja fuerte y te diga “eres débil”, es para alegrarse mucho. Vivimos en una sociedad en la que se nos enseña a estar excesivamente orgullosos de nosotros mismos, a ser los más autosuficientes e independientes posibles, a desear la omnipotencia y a perseguir la perfección; y que haya algo que nos recuerde que ni somos omnipotentes, ni autosuficientes, ni independientes, ni perfectos; es para dar gracias, porque de otra manera viviríamos enredados en esa mentira que siembra el demonio para hacer crecer nuestro ego y evitar que reconozcamos que necesitamos a Dios y acudamos a Él.
Nos queremos invencibles, pero a estos superhombres nos bastan unas horas para que nos ruja la barriga y pensemos continuamente en comer. Nos bastan unas pocas más para que nos cambie el humor. Otras tantas, para que baje nuestra productividad. Unas cuantas más para que flaqueen nuestras fuerzas. Y si seguimos así… ya sabemos que no lo contamos. Porque no nos bastamos, sino que somos frágiles y vulnerables.
El ayuno nos va dejando ver poco a poco lo débiles que somos, y eso ¡es buenísimo para nuestra soberbia!, ¡para conocernos como de verdad somos y para aprender a querernos a partir de esa realidad! También lo es para experimentar en nuestra carne lo temporal que resulta todo lo material y lo corporal, lo fugaces que son los placeres del cuerpo, y cómo en pocas horas pasamos de la saciedad a la necesidad.
En segundo lugar, esta sensación de necesidad que nos brinda el ayuno nos habla de la importancia del alimento para poder vivir, funcionar, ser felices… Y es en este momento en el que debemos aprender a referir ese hambre y ese alimento a Dios para hacer de ese sacrificio verdadera oración.
El sentido del ayuno que nos presenta la Iglesia es que, con esa necesidad que siente el cuerpo de comida tras unas horas de ayuno, los cristianos descubramos que también el alma tiene necesidad de alimento, de Dios. La idea es que, con esa oración iniciada en el cuerpo con el ayuno, nosotros con el alma acudamos a Dios reconociendo que le necesitamos; no solo en lo corporal y en lo físico, sino también en lo espiritual y en el alma, aunque muchas veces no sepamos verlo por el ritmo frenético que llevamos.
El ayuno quiere ayudarnos a que algo pare en nosotros y le diga a Dios “te necesito”. Porque la realidad es que necesitamos el alimento del alma para no vivir en la agonía -sutil y discreta- de un ayuno espiritual que nos impida tener a Dios en nosotros, y que, por tanto, nos incapacite para tantísimas cosas a las que estamos llamados a hacer de Su mano.
Un ayuno corporal bien vivido nos llevará a reconocer la sobreabundancia del “yo” que puede estar reinando en nosotros, así como el ayuno espiritual en el que podemos estar sumidos; y con a partir de ahí, puede ayudarnos a combatir la ausencia de Dios que puede estar dándose en nuestra alma.
En tercer lugar, el ayuno no solo nos enseña a querernos bien y a querer más a Dios, sino también a querer más a los demás porque nos permite empatizar con el sufrimiento de otros. En especial con el de aquellos que sufren dolores, hambre, enfermedades, carencias… Y desde ahí, “puestos en su piel”, adquirimos la capacidad de entenderlos, escucharlos, acompañarlos, quererlos, y ayudarles, mejor; así como la de rezar más y mejor por ellos. Este ayuno nos permite mirar con más compasión a aquel pobre de la calle, a contribuir de alguna manera en ciertas campañas o colectas, a pararnos más ante las necesidades ajenas.
Y como todo lo que ocurre con lo referido a la caridad, al final al que más van a ayudar estos gestos es a ti mismo, que acabarás descubriendo que el pobre en realidad eres tú, que necesitas de ese desprendimiento y pobreza para poder ver a Dios en los demás y amarlos; porque sumido en riquezas, abundancia y comodidad, no tendrías esa finura en detectar necesidades, comprenderlas, consolar, acompañar, entregar, cuidar, querer…
En cuarto lugar, el ayuno se nos presenta como una oportunidad para experimentar el sufrimiento y aprender a sacar lo mejor de él. Es una posibilidad para ofrecérselo a Dios, para desagraviarle por el inmenso dolor que le producen los pecados de todos los hombres, para purgar nuestra alma de todos nuestros pecados, para mortificarnos y santificarnos, para pedirle -a través de ese malestar- por las necesidades de otros o por las propias, e incluso para poder subirnos a la Cruz e identificarnos con Cristo a través del dolor que Él -en mayor medida- también asumió en su Pasión. Todas estas puertas nos abre el ayuno, y es que, como ya hablamos en el artículo: “No sufres en vano. Las utilidades del dolor”, el sufrimiento puede ser fuente de mucho bien.
Por último, y por todo lo anterior, el ayuno nos permite forjar virtudes. Virtudes como la valentía, la fortaleza, la perseverancia, la humildad, la empatía, la generosidad, la compasión… Pero también otras como la alegría, el buen humor, la discreción… porque el ayuno al que nos invita la Iglesia no debe ser fuente de quejas, malas caras, tristezas… sino que debemos luchar por vivirlo con la alegría de saber que estamos ofreciendo algo a Dios, de que con nuestro sacrificio podemos estar salvando almas, ayudando a amigos, curando el corazón de Jesús, acompañándolo en su Pasión. Claro que cuesta, porque como decía Madre Teresa de Calcuta: “Ama hasta que duela. Si duele es buena señal”; pero el dolor por amor, engrandece a este último.
No quiero terminar sin decirte lo más importante: Un ayuno que no te acerque a Dios y no te haga crecer en Amor, no tiene sentido. Por eso el ayuno es algo tan personal en cuanto al tiempo que dure, la época en la que lo hagas, aquello de lo que elijas ayunar -porque aquí me he referido al ayuno corporal de alimentos, pero también existe ayuno de otras cosas como son el ayuno de críticas, de gestos de egoísmo, de caprichos, de faltas de caridad… todos con los mismos fines que hemos ido viendo-.
Cada cual debe libremente establecer esas variables en función de la capacidad que tenga de sacrificio y de entrega, y del amor que en su corazón le impulsa a darse. No es mejor el que más ayuna, sufre o entrega en lo que a cantidades, números, y resultados se refiere; sino el que más transforma su corazón con aquello que ofrece. La idea es que cada uno encuentre ese equilibrio -solamente suyo e interior- en el que note incomodidad, entrega, sacrificio, sin que sea excesivo y sin que sea conformista; donde note que ama mucho.
Al final, es cuestión de descubrir cuánto tienes que vaciarte de ti mismo para llenarte de Dios. Esa es la finalidad del ayuno: vaciarte de ti para llenarte de Él.
Con todo, la idea que me gustaría transmitir es que el ayuno es un modo de rezar con el cuerpo, una manera de unirnos más a Dios por medio de ese sacrificio. Es una forma de hacernos señores de nuestras pasiones y tentaciones, a la vez que un modo de acercarnos al prójimo y amarlo. Es una manera de que florezca en nosotros un diálogo interior con Dios al estar ofreciéndole esa mortificación, pidiéndole ayuda para llevarla con alegría, diciéndole todo lo que deseamos ser santos a través de esa pequeña carencia que tanto nos molesta…
Espero que ahora sepas que lo que se esconde detrás de esta práctica que parece antigua y masoquista, no es ayunar por ayunar, o sufrir por sufrir; sino estos 5 motivos -entre otros-, ese hacerlo por Dios, para Dios y con Dios. Y es que el mismo Dios, ayunó 40 días en el desierto porque conocía el poder transformador del ayuno. Si no te fías de mí, ¡fíate de Él!
Y recuerda lo que decía San Agustín: “Fundamentalmente el ayuno no es una cuestión de estómago, sino de corazón.”