El pasado jueves tuve ocasión de impartir una charla a una treintena de jóvenes profesores universitarios sobre la misión de la universidad en el siglo XXI. Les decía que hay un cierto consenso general de que asistimos a un declive de la universidad en el mundo occidental, a una pérdida de su importancia como conformadora de la sociedad, pues proliferan las dudas acerca de su relevancia para la investigación científica e incluso de su efectiva eficacia docente.
Tiende a echarse la culpa de este proceso a la progresiva mercantilización del espacio académico, al papel creciente de los gestores y gerentes en el gobierno de las universidades, a la ANECA o a la expansión de las enseñanzas online. Sin embargo, para mí la raíz de este declive se encuentra principalmente en la pérdida del sentido de su trabajo por parte de tantos profesores, transformados muchas veces —parafraseando a Weber— en funcionarios sin alma o burócratas sin corazón.
Me parece que una clave para recuperar el genuino espacio universitario se encuentra en comprender que quienes se dedican a la enseñanza superior realmente enseñan a ser mejores, esto es, a desarrollar un estilo de vida mejor, más razonable. Los profesores aspiramos a vivir —y a enseñar a vivir— de acuerdo con unos principios de los que somos capaces de dar razón. En esta dirección, insistía a mi audiencia en dos puntos en particular: que «lo de dentro cambia lo de fuera» y que «el desacuerdo inteligente es enriquecedor».
Respecto de lo primero, les recordé el pasaje en el que J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, explicaba a su audiencia en Harvard que «una de las muchas cosas que aprendí al final de aquel pasillo de Clásicas [Exeter] por el que me aventuré a los dieciocho años en busca de algo que entonces no habría sabido definir fue lo que escribió el autor griego Plutarco: «Lo que logramos internamente cambia nuestra realidad exterior»» (Vivir bien la vida, 2018). Me impresionó esa cita cuando la leí en su día porque es lo mismo que he intentado siempre enseñar a mis alumnos. Nuestro empeño por pensar, leer y escribir, por cultivar una vida verdaderamente intelectual, no solo nos cambia por dentro, sino también por fuera, pues nos abre afectuosamente a los demás.
Respecto de lo segundo, defendí que el desacuerdo inteligente —el «desacuerdo educado»— es la energía vital de la universidad, la corriente circulatoria de una sociedad sana, porque ese desacuerdo es de ordinario enriquecedor. En esta época de «lo políticamente correcto» —sobre todo en los Estados Unidos y en sus universidades— defender el desacuerdo inteligente tiene una importancia enorme. El pluralismo es la consecuencia lógica de la libertad. La universidad es el lugar de la disputatio, del examen de los diversos pareceres en busca de la verdad. Podemos decir con rotundidad que sin libertad no hay pensamiento y sin pensamiento no hay libertad y sin ambos no hay universidad.