“Oratoris est docere, delectare, flectere”
(Es propio del orador enseñar, deleitar, persuadir)
Con esta frase nos presenta san Agustín -para hacer justicia hay que decir que se la cogió prestada a Cicerón- cual debería ser el propósito de un buen orador, comunicador, político o cualquier persona que pretendiese enseñar algo basándose en la verdad y en su capacidad argumentativa. La cita me parece muy apropiada para la época actual, en especial referencia a los medios de comunicación, que en más ocasiones de las esperadas, adolecen de una falta de rigor y seriedad impropias.
Extensiva se puede y debe hacer esta crítica a los representantes del pueblo. La política debería ser el paradigma del mérito y del saber estar, del fomento de la igualdad y de la concordia, pero no es así. No es posible tener juicio sin haber renegado del prejuicio, esto es un axioma básico del pensamiento. Y como dijo el Príncipe de los Ingenios, nuestro insigne Miguel de Cervantes, “cada uno es hijo de sus obras”, en clara referencia a la meritocracia.
Lo que voy a exponer a continuación no va a suponer una crítica ideológica hacia una tendencia política, mi intención es hacer ver a las personas que influyen en la ciudadanía, que el nivel intelectual y cultural es muy importante para formar a la audiencia. Para conseguir esto, los que deberían dar ejemplo, en especial los congresistas, podrían echar la mirada atrás y fijarse en sus antecesores españoles de finales del siglo XIX y principios del XX. Se quedarían absortos al comprobar el nivel académico que profesaban los parlamentarios.
La retórica se fomentó en la Antigüedad como método de persuasión, pero para tener una buena retórica es necesario ir armado de preguntas sutiles con un afán incesante de perseguir el conocimiento veraz. En este sentido, será esencial dar una libertad y riqueza al diálogo que muchas veces no se le da. Pero ha de quedar claro que el diálogo no se puede basar en suposiciones u opiniones (dóxa), ya que generan desconfianza. En oposición, han de prevalecer la palabra y la razón (logos) como medio para alcanzar la verdad a través de la discusión y acuerdo final; de esta manera, lo analizado en común y admitido como racional se verá basado en argumentos y demostraciones.
Los clásicos presocráticos dialogaban sin descanso, lo cual no significaba que los diálogos llevasen a fines instructivos; destacaron los sofistas cuya intención natural era el simple hecho de convencer, sin importar si su argumento era cierto o no. Se daban por satisfechos convenciendo a sus interlocutores; algo parecido a lo que sucede hoy en día cuando un responsable político intenta dar una explicación sobre algo que ha decidido y, en su repuesta lo único que hace es criticar al político adversario, porque no tiene la capacidad suficiente para justificar su acción.
El diálogo es la forma por excelencia de adquirir capacidad de aprendizaje y asombro por recabar información cierta. Es además, la mejor opción para no pretender imponer una doctrina, sino de invitar a los demás a buscarla, mediante el aprendizaje dialéctico. Por este motivo, el diálogo no se debe convertir en un magistral monólogo, en unas cuantas fórmulas, dogmas o postulados, sino que ha de invitar a “pensar con él”. No tanto “docere”, de profesor a discípulo, si no como intento de iniciar una búsqueda común del saber. El diálogo debería ser la forma de expresar con el lenguaje vivo los problemas vividos en común.
Por eso, y lo decía Platón, “el diálogo es pedagógico, destaca los pasos que han de darse, y no cree, como los falsos educadores, que la ciencia es algo que se pueda imprimir, de pronto, en el espíritu”. Es decir, la ciencia infusa no existe hay que cultivarla, y si es a través del diálogo, la posibilidad de alcanzar el éxito será mayor. Pero claro está que la persuasión a través del diálogo se puede dar de dos maneras: instruyendo a personas formadas y por tanto este convencimiento se daría a través del conocimiento; o persuadiendo a ignorantes por lo que la persuasión, en este caso, se hará por la simple creencia. Esta segunda opción es atractiva para los dirigentes de sistemas totalitarios que pretenden tener ciudadanos adocenados e indoctos, muy manipulables por su falta de ciencia, y por lo tanto gobernables.
Pero volviendo a los sofismas, argumento falso con apariencia de verdad, debemos tener la precaución de no caer en hacerlos, ni en recibirlos. La intención de persuadir no tiene límites, y siendo rigurosos, podríamos decir que “con las palabras se puede hacer, de la mejor razón, la peor, y de la peor razón, la mejor”. Esto lo argumentó Gorgias, en el célebre diálogo que escribió Platón, que como buen sofista conocía muy bien el arte de embaucar.
Una cuestión destacable debe ser que el orador, si es de buen carácter, no puede presentarse nunca como mejor de lo que en realidad es. De esta idea, deducimos que hay personas muy buenas que son muy poco retóricas, pero no se dan importancia. En cambio, el retórico falso, hipócrita, sin escrúpulos, se inventa credenciales para enaltecer su falta de formación y capacidad. Este hecho lo vemos con excesiva frecuencia, hoy en día, en el currículo de algunos políticos, que frente a la falta de academicismo, lo inflan de manera grotesca y ridícula.
Gran parte de los razonamientos que he expuesto se basan en la retórica de Sócrates, que como personaje ágrafo que fue, la potenció de manera sublime. Ya postuló de una forma clara cómo se debía llegar a una convivencia pacífica, en la que la forma de entendimiento fuese la oratoria a través de la instrucción del que tienes enfrente. No creo que nadie medianamente sensato y capaz pueda discutir esto, entonces ¿cómo es posible que Sócrates en el siglo V antes de Cristo lo postulase y hoy en día no seamos capaces de llegar al entendimiento? Que sirva esto como alegato en pro de la cordura y la humildad.
José Carlos Sacristán