Humanizar la sociedad. María Iraburu

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Estamos a final de año y a las puertas de la Navidad. Son días de felicitaciones y buenos deseos, de hacer y recibir regalos, de dar y agradecer. También de mirar el tiempo transcurrido a la luz de las cosas importantes de la vida, que en estas fechas toman mayor protagonismo. No es fácil realizar balance del año que ha finalizado. Una mirada a nuestro alrededor nos muestra los cambios rápidos y profundos a los que estamos sometidos. Los avances que nos rodean, por un lado, y la inestabilidad y la vulnerabilidad de nuestra sociedad, por otro.

Fuente: NoticiasdeNavarra.com Autor: María Iraburu, rectora de la Universidad de Navarra.

El desarrollo económico del que disfrutamos en algunos lugares y el aumento global de las desigualdades. La preocupación colectiva por el mundo que vamos a dejar a las siguientes generaciones y la frustración de no comprometernos con coherencia y decisión. La paradoja de estar más conectados que nunca a través de unos medios que, en ocasiones, favorecen la polarización y el enfrentamiento. El drama de la guerra, tan cerca, tan difícil de superar.

¿Cómo afrontar esta situación, hacia dónde deberíamos ir? ¿Cuál debe ser nuestro criterio de actuación, la vara con la que medir lo que está pasando? Si tuviese que resumir en una expresión un deseo para el próximo año, que a la vez puede ser una especie de propósito colectivo, esa sería “humanizar la sociedad”.

Algo que parece especialmente necesario en un tiempo en el que tenemos multitud de medios, pero dificultades para saber emplearlos al servicio del bien común. Concretando ese deseo, propongo tres caminos, tres cualidades de nuestra sociedad que nos ayudan a crecer en humanidad y que pueden ser puntos de referencia en momentos de incertidumbre.

En primer lugar, una sociedad que cuida a todas las personas y a toda la persona. Nos deshumanizamos cuando perdemos la capacidad de celebrar el valor de aquellos que por enfermedad, edad o condición no aportan “productividad” o “resultados” y que, sin embargo, nos dan tanto; cuando somos indiferentes a los que no tienen techo y/o trabajo; cuando olvidamos que las personas no somos entes aislados, sino que necesitamos el calor de la familia y de la amistad desinteresada.

La pandemia puso en primera línea la tarea de tantas personas que dan la vida, a veces literalmente, por cuidar a los demás y también la vulnerabilidad de nuestros mayores. Y todos hemos experimentado directa o indirectamente lo importante que es no estar solos, no sentirnos solos, especialmente en momentos de más dificultad o sufrimiento. Apostar por una cultura del cuidado, desde las políticas hasta las actitudes personales, hacerla llegar a todos es un medio poderoso para lograr el verdadero bienestar, el que afirma y protege la dignidad de cada ser humano en todas sus dimensiones.

El segundo camino pasa por ser una sociedad que valora la educación y la cultura por encima de los bienes de consumo. Seguramente estamos dispuestos a criticar los excesos del consumismo (sobre todo, seamos sinceros, el de los demás), pero se trata más bien de que nos preguntemos qué consideramos valioso o deseable, qué bienes y qué hábitos nos hacen crecer como personas y como comunidad.

Una sociedad realmente humana es la que está formada por personas que reflexionan, que leen, que dialogan, que se hacen preguntas y no se conforman con respuestas fáciles. La polarización que con tanta frecuencia denunciamos no solo es fruto de los efectos perversos del mal uso de algunas redes sociales; es sobre todo consecuencia del vacío que se produce cuando quien las utiliza, sencillamente, no piensa.

Una receta rápida para crecer en humanidad: más libros y menos mensajes simplistas; más cultura, más belleza –arte, literatura, teatro– y menos entretenimiento; más pensamiento crítico y menos ideologías que coartan la búsqueda de lo verdadero, lo justo, lo bueno.

Finalmente, una sociedad que no se deslumbra ni se asusta con la tecnología y que sabe ponerla al servicio de las personas y del entorno. A veces se oye hablar de la tecnología como si fuera un tren sin conductor que puede o bien llevarnos lejos o bien acabar con nuestra vida. Se nos olvida que la ciencia y la técnica son actividades diseñadas, dirigidas y realizadas por personas, y que por tanto pueden y deben orientarse al bien común.

Nos deshumanizan, en cambio, cuando el vértigo de las posibilidades que nos ofrecen la tecnología nos impide ver los riesgos o las amenazas; cuando no somos capaces del juicio moral y ético que exigen y dejamos que su lógica dirija nuestras vidas. Más que asustarnos por escenarios apocalípticos, tenemos el reto de comprender las posibilidades y límites de la tecnología, y el reto aún mayor de estar presentes ahí donde nacen los cambios, para orientarlos debidamente, para desarrollar y potenciar los que de verdad contribuyen a mejorar la vida de las personas y la sociedad.

La Navidad pone delante de nuestros ojos una escena sencilla y poderosa a la vez: la vida humana en su versión más vulnerable, la de un niño recién nacido. Una escena pobre en medios materiales pero rica en humanidad y en esperanza, que nos recuerda que la fuente de todo lo nuevo es cada persona, cada niño, cada niña que llega a este mundo.

Decía al principio de estas líneas que es tiempo de agradecer y de desear. Las acabo agradeciendo el trabajo de tantas personas e instituciones que son fuente del verdadero humanismo, y con un deseo navideño: que ese Niño que cambió el curso de la historia nos inspire a todos a hacer nuestra sociedad más humana, más fraterna, más libre.

Fuente: Euvita