Cuento de Navidad de Tolstoi
En cierta ciudad vivía un zapatero remendón que se llamaba Martín Avdeich. Su morada era una pieza minúscula, en un sótano, cuya única ventana miraba a la calle. A través de ella, sólo veía los pies de las personas que pasaban por ahí, pero Martín reconocía a muchos transeúntes al ver sus botas, que él había reparado. Tenía mucho trabajo, pues se esmeraba en hacerlo bien, utilizando buenos materiales y no cobraba en demasía.
Su esposa e hijos habían muerto hacía vario años, y eran tan grandes su dolor y desesperación, que había reprochado a Dios su tragedia. Pero cierto día un anciano que había nacido en la misma aldea natal de Martín, y que se había vuelto un peregrino y hombre de Dios, visitó al zapatero, y éste le abrió su corazón: Ya no deseo seguir viviendo –le confió-. He perdido toda esperanza.
El anciano le contestó: – Estás desesperado porque sólo piensas en ti, y en tu propia felicidad. Lee los Evangelios: allí verás cómo quiere Dios que vivas.
Martín compró una Biblia. Al principio, la leía únicamente los domingos y días de guardas, pero una vez que comenzó su lectura sintió tal felicidad en su corazón, que dio en leerla diariamente. Y así sucedió que, ya tarde, una noche, al leer el Evangelio de San Lucas, llegó al pasaje donde el fariseo rico invitó al Señor a su casa. Una pecadora se presentó a Jesús, le limpió y ungió los pies, y luego los enjuagó con sus lágrimas. El Señor le dijo al fariseo: – ¿Ves a esta mujer? Yo entre a su casa, y no me has agua con que se lavaran mis pies, más ésta lavado mis pies con sus lágrimas, y los ha enjuagado con sus cabellos. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sobre mis pies sus perfumes.
Martín reflexionó. Este fariseo debió ser un ignorante, como yo. Si el Señor viniera a mí, ¿me comportaría de esa manera? Luego apoyó la cabeza en los brazos y se quedó dormido. De pronto, escuchó una voz y despertó. No había nadie allí, pero oyó que le decían claramente: “¡Martín!, asómate a la calle mañana, porque vendré a verte”
El zapatero remendón se levantó antes del alba, encendió el fuego y preparó su sopa de col y su avena con leche. A continuación se puso el delantal y se sentó a trabajar frente a la ventana.
Mientras recordaba lo que había sucedido la noche anterior, miraba hacia la calle a la vez que hacía su labor. Cuando pasaba alguien con botas que él desconocía, miraba hacia arriba para verle la cara. Pasó un portero. Luego, un aguador. Al mismo tiempo, un anciano llamado Stepánich, que trabajaba para un comerciante vecino, empezó a quitar con pala la nieve acumulada frente a la ventana, Martín lo miró y prosiguió su tarea. Después de hacer una docena de puntadas, miró de nuevo por la ventana. Stepánich había apoyado la pala en la pared, estaba descansado o tratando de entrar en calor. Martín se asomó a la puerta y lo llamó.
Entra, pasa y caliéntate. Debes de estar helado. – ¡Que Dios te bendiga! –le agradeció Stepánich. Entró, se sacudió la nieve y empezó a limpiarse los zapatos. Al hacerlo se tambaleó y estuvo a punto de caer. – ¡Tranquilo! –le dijo Martín -. Siéntate, tomaremos un poco de té. Y, llenándolo dos vasos, pasó uno a su visitante, que lo vació en seguida. Se veía a las claras que deseaba más. El anfitrión le volvió a llenar el vaso. Mientras bebían, Martí seguía mirando hacia la calle. – ¿esperas a alguien? – Anoche –respondió Martín- estaba leyendo cómo Cristo visitó la casa de un fariseo que no lo recibió dignamente, ¿Y si eso me sucediera a mí? ¡Qué no haría para recibirlo como se merece! Entonces me dominó el sueño, y escuché que alguien me cuchicheaba: “Busca en la calle mañana porque vendré” Mientras Stepánich escuchaba, abundantes lágrimas corrían por las mejillas. Dijo: gracias, Martín Avdeích. Me has reconfortado el cuerpo y el alma.
Stepánich se despidió, salió, y el zapatero se sentó en su mesa de trabajo a coser una bota. Al observar por la ventana, vio que una mujer de zuecos, pasó, y se detuvo cerca de la pared. Martín advirtió que iba pobremente vestida y con un niño en brazos. De espaldas al frío cierzo, trataba de proteger a su pequeño con sus delgados andrajos. Martín salió y la invitó a pasar. Sacó algo de pan y sirvió sopa caliente: – Come, buena mujer, y entra en calor –le ofreció cordialmente. Mientras comía, la campesina le contó quién era: – Soy la esposa de un soldado. Hace ocho meses lo enviaron lejos de aquí y no he sabido nada de él. No he podido encontrar trabajo; tuve que vender cuanto poseía para comprar comida. Ayer empeñé mi último chal.
Martín rebuscó en sus estantes y regresó con una vieja capa. – Toma –le dijo-. Está raída, pero servirá para arropar al pequeño. Al coger la dádiva, la campesina soltó el llanto y exclamó: – ¡que Dios lo bendiga! Martín sonrió. Le relató su sueño y acerca de la visita prometida. – ¿Quién sabe? Todo es posible –comentó la mujer. Luego se puso de pie y envolvió a su hijo con la capa que le abrigaba. – Toma esta –añadió Martín, al poner en su mano dinero para que desempañara el chal. Por último, la acompañó hasta la puerta.
El zapatero volvió a sentarse y reanudó su tarea. Cada vez que alguna sombra caía sobre la ventana, alzaba los ojos para ver quién era. Al rato avistó a una mujer que vendía manzanas en un cesto. Llevaba sobre la espalda un pesado costal, que intentaba acomodar. Al apoyar el cesto en un poste, un mozalbete, tocado con una gorra ajada, cogió una manzana e intentó huir corriendo. Pero la anciana lo asía del pelo. El muchacho gritaba, y ella lo insultaba.
Martín corrió a la calle. La vendedora amenazaba con entregar al joven a la policía. “Déjalo ir, madrecita”, le suplicó Martín. “Perdónale, en nombre de Dios”. La mujer lo soltó. “ahora, pídele perdón a la abuela”, ordenó Martín al muchacho, quien empezó a llorar y a pedir perdón. Martín tomó una manzana del cesto y se la dio al ladrón.
Te lo pagaré, yo, madrecita –se apresuró a decir. – ¡Este pillo merece una buena paliza! –refunfuño la vendedora. – ¡Ay, abuela! –exclamó Martín-. Si él merece que lo azoten por haber robado una manzana, ¿Qué no merecemos todos por nuestros pecados? Dios nos invita a perdonar o no seremos perdonados. Debemos perdonar, sobre todo, a un irreflexivo jovencito. – Muy cierto. Pero los jóvenes de hoy se están echando a perder. Cuando la mujer iba a echarse el costal a la espalda, el joven le ofreció: “Permítame cargarlo yo, abuela. Voy por el mismo camino”.
La vendedora acomodó el costal en la espalda del muchacho, y ambos se alejaron por la calle. Martín regresó a su trabajo. Al cabo de un tiempo, la escasa luz ya no le permitía ver la aguja para ensártala en el cuero. Recogió su herramienta, sacudió los recortes de cuerdo de la mesa, y colocó en ella la lámpara. Por último, cogió la Biblia del estante.
Quería abrir el libro en la página que tenía señalada, pero se abrió en otro sitio. En eso, oyó unas pisadas y volvió la cabeza. Una voz le susurró al oído: – Martín, ¿no me conoces? – ¿Quién eres? –musitó el zapatero. – Soy yo –dijo la voz. Y del rincón oscuro surgió Stepánich, sonrió y, como una nube se desvaneció. – Soy yo –volvió a decir la voz. Y de las sombras salió la mujer con el niño en brazos. La madre sonrió, y el niño rió; a poco, ellos también se fueron esfumado. – Soy yo –dijo la voz una vez más. La anciana y el muchacho de la manzana emergieron de las sombras, sonrieron y se diluyeron en la penumbra.
Martín sintió una gran alegría. Empezó a leer el evangelio donde el libro se había abierto solo. Al principio de la página, decía:
– Porque yo tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino, y me hospedasteis.
En la parte inferior de la página, el zapatero leyó:
– Siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.
Martín comprendió que el Salvador realmente lo había visitado día, y que él lo había recibido dignamente.