El relato que a continuación vamos a contar comienza en el primer cuarto del siglo XIII, en un pueblecito de un bonito valle entre montañas. El pueblecito no tendría más importancia del que podrían tener otros pueblos de su comarca si no fuese por su diácono Francisco, el cual se empeñó en una tarea que primero sorprendió y después ilusionó a los vecinos. El conocimiento del suceso se lo debemos a Tomás, compañero del diácono, que se molestó en dejar escrito lo sucedido aquel año el día de la Natividad del Señor.
En la comarca vivía un buen hombre llamado Juan, quien era muy apreciado por Francisco. Unas dos semanas antes de la fiesta del Señor, le hizo llamar y una vez que estuvo con él, le indicó que con premura se fuese a preparar todo lo que le iba a pedir. Además, le anticipó que su intención era que la celebración de la liturgia de ese año se hiciese de una manera muy diferente, ya que deseaba con todo su corazón poder sentir lo que el niño Jesús había sentido el día de su nacimiento, lo que notaría al ser reclinado en el pesebre y cuando fue colocado sobre el heno entre el buey y el asno. Juan no daba crédito a lo que oía, pero salió raudo a preparar todo lo que Francisco le pidió.
De esta forma llegó el día, ya se había llamado a hermanos de distintos lugares cercanos para que la puesta en escena fuese brillante, no por suntuosidad, sino por la cercanía y ternura que debía mostrar a todos los que la viviesen. Se preparó el pesebre y se colocó el heno con el buey y el asno. Según cuenta Juan llevaron a un niño de extraordinaria belleza que el Padre Francisco abrazaba de forma entrañable. La pobreza y la humildad del sitio se podían respirar, ¡era lo que quería Francisco! Sin darse cuenta, el pueblo se convirtió en Belén.
A continuación, y sobre el pesebre, se celebró la solemne misa, el diácono estaba exultante de alegría. Ese día Francisco cantó con una sonoridad y limpieza de voz inusual, después predicó, al pueblo que asistió, de una forma melosa y tierna como nunca antes había hecho. En el momento de hablar de Cristo se refirió a él como “el Niño de Belén”, momento en el que se le llenaba la voz. La imagen de esa celebración quedó grabada en la retina y el corazón de los vecinos que asistieron.
El lugar donde se había colocado el pesebre se consagró. Mas tarde se construiría una iglesia dedicada al buen Padre Francisco, con la intención de que donde habían pacido los animales, sirviese de alimento a los hombres en cuerpo y alma.
El acontecimiento escrito sucedió en el año 1223 en el pueblecito de Greccio situado entre montañas del Valle de Rieti en Italia. El diácono Francisco fue san Francisco de Asís, que de la manera que se ha narrado instauró la tradición del Belén. Mejor dicho, de la manera que lo narró Tomás, que fue Tomás de Celano primer biógrafo de San Francisco, fraile franciscano y compañero del santo de Asís. Celano en su obra “Vita seconda” dice que san Francisco “con preferencia a las demás solemnidades, celebra con inefable alegría el Nacimiento de Jesús; la llamada fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeño, se crio a los pechos de madre humana”.
Benedicto XVI en su Audiencia General del miércoles 23 de diciembre de 2009 dijo: “En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén”. En definitiva, de lo que se trata es de asimilar el espíritu que san Francisco alentó dando una importancia, que hasta entonces no tenía, al nacimiento del “Niño de Belén”.
Esto es muy importante porque lo que pretendió san Francisco fue reconocer el hecho histórico tal y como sucedió, es decir, la escena evangélica con la condición humana y pobre del nacimiento de Jesús. Por este motivo, es importante cuidar el aspecto visual de los belenes y no caer en modas banales que pretendan crear un espectáculo carnavalesco y comercial de los mismos.
Tomás de Celano incide en un aspecto muy importante cuando dice que: “por lo méritos del santo, el niño Jesús resucitaba en el corazón de muchos que lo habían olvidado, y el recuerdo de él permanecía grabado en su memoria”. Tal y como les pasó a los asistentes a la misa cuando se iban con el corazón lleno de alegría. Alegría que sirvió para continuar cada año con la celebración iniciada por el diácono Francisco.
San Buenaventura hizo una precisión esencial en el relato de Celano, dijo que como en la época existía una restricción para celebrar la liturgia fuera de lugares de culto, Francisco tuvo que pedir permiso al Sumo Pontífice, quien se lo concedió. De ahí la importancia de colocar los belenes en lugares públicos donde el pueblo los pueda ver libremente. San Francisco decía que si esto se extendiese surgirían conversiones y retornos a la vida cristiana. Los que preparan el belén crean un vínculo especial, y algo tan importante como esto o más: el hecho de que los no creyentes que lo vean se pregunten cómo es posible que los cristianos monten una escena como esta para un protagonista tan peculiar, un recién nacido.
¡Feliz Navidad!
José Carlos Sacristán